En estos últimos días hemos ido de vergüenza en vergüenza, caminando entre los desbarros linguales de nuestro Presidente, el bochornoso caso del Sheraton -con el torpe manejo oficial que se hizo de él- y los escándalos movidos por el muy explicable enriquecimiento de Montiel y los juniores de la señora Marta. El colmo, sin embargo, lo tuvimos al conocer las grabaciones de los diálogos sostenidos por el rico empresario Kamel Nacif con Mario Marín, gobernador de Puebla. Todo indica que tales grabaciones son auténticas, y que las conversaciones entre estas dos personas efectivamente tuvieron lugar. De ser así, tanto el magnate como el político se exhibirían a sí mismos como gente de la peor calaña, copartícipes en una conjura canallesca para dañar a una ciudadana. Será difícil que los implicados puedan negar las ligas que los unen en esa vergonzosa complicidad. Si en México hay justicia el empresario debe ir a la cárcel por el atentado que perpetró en contra de la escritora Lydia Camacho, y el gobernador Marín debe salir de su cargo por la gravedad de su participación en el asunto. No es posible que la vida pública de México pueda transigir con acciones como ésta, en que se muestra lo peor de la naturaleza humana y donde el poder político y el económico conspiran por encima de toda razón y toda ley para llevar a cabo una venganza. Lo sucedido hace pensar que son ciertas las acusaciones hechas por la periodista en relación con Nacif, pues éste no recurre al derecho para defenderse de ellas, sino a formas extremas de violencia en las cuales lo acompaña el gobernador poblano. No debe echarse tierra a este asunto, ni suceder aquí lo que en el estado de México ha sucedido con los ilícitos cometidos -según todas las evidencias lo demuestran- por Montiel. Ahí se ha extendido un inmoral manto de protección sobre el ex gobernante. El caso de Puebla es aún peor, pues en él se atenta contra la integridad de una persona, y se le expone a riesgos e indignidades verdaderamente atroces. No es posible que hayamos llegado a extremos de indiferencia tales que nos permitan admitir que un sujeto como Marín gobierne un estado como Puebla, o que un individuo como Kamel Nacif, tan prepotente y desalmado, pueda salir limpio de polvo y paja después de tramar, como lo hizo, una serie de acciones tendientes a reprimir a una periodista, a secuestrarla, ponerla en prisión e infligirle ahí severos daños personales. Una secuela de indignación pública y la acción de la ley deben seguir al conocimiento de estas grabaciones, que no sólo muestran lo absoluta falta de calidad humana de quienes en ellas aparecen, sino que exhiben los peores vicios de la política a la mexicana, donde el gobernante puede torcer la ley a su antojo, someter a los órganos de la justicia y ponerlos al servicio de pasiones personales. No esperamos de la indignidad de Mario Marín que renuncie a su cargo; eso sería demasiado esperar. Pero esperamos que si Lydia Camacho decide denunciarlo, los órganos judiciales no incurran en la vileza de torcer la ley para darle protección. Por lo que hace al empresario, debe determinarse si son ciertas las denuncias hechas contra él por la escritora en su libro "Los demonios del Edén", como parece que lo son a juzgar por la conducta del denunciado. La actuación de Nacif en las grabaciones aludidas ha de ser también objeto de investigación. Ni el poder político ni el dinero deben poner a nadie por encima de la ley... FIN.