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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Don Poseidón y doña Holofernes, gente buena y sencilla del campo, tenían una hija de nombre Bucolina. En ella se miraban los dos; era la luz de sus pupilas. A la muchacha le salió un pretendiente citadino que se propuso desposarla para gozar tanto las lozanías de garrida la moza como los bienes de fortuna que de seguro heredaría. La zagala aceptó el cortejo del interesado joven; su untuosa labia de seductor la convenció. Además el galán se llamaba Armando, nombre a su parecer alto y sonoro, romántico y lleno de eufónicos acentos. ¿Qué podían frente a ese nombre novelesco los Tiburcios, Pacianos y Salustios lugareños? Le pidió Bucolina, pues, a Armando que solicitara su mano de esposa; seguramente su padre no la negaría. Había un problema que ignoraba la ilusionada novia: el mozalbete era más pobre que un gorrión. Pero Armando, como Ulises, era rico en estratagemas. Buscó los buenos oficios de un amigo suyo y le pidió que lo acompañara a hacer la petición de mano. Le dijo: "Yo no puedo encarecer mis propios méritos. Si digo algo será con tono de modestia. Tú encárgate de engrandecer mis expresiones, aumentándolas en tal manera que mis futuros suegros se impresionen". Llegaron pues los dos a la casa de la novia. Armando, dirigiéndose al genitor de la muchacha, manifestó el propósito de su visita: "Don Poseidón: vengo a pedirle la mano de su hija". "¿La mano? -respondió, hosco, el vejancón-. No debe usted ser hombre de ambiciones, si con tan poco se conforma". Intervino doña Holofernes para disimular la rudeza de su esposo: "¿Cree usted, joven, que podrá hacer feliz a mi hija?". "¡Claro que puedo hacerla feliz! -respondió el visitante con animación-. ¡Si usted la hubiera visto anoche!". Entonces fue don Poseidón el que inquirió: "Y díganos: ¿tiene usted casa para llevar ahí a la niña?". Contestó Armando con la modestia propia de quienes así se llaman: "Tengo una casita, sí". "¿Casita? -exclamó en ese punto el amigo, según las instrucciones recibidas-. ¡Qué casita ni qué casita! ¡Es una mansión, señor mío; una residencia palaciega!". Prosiguió don Poseidón el interrogatorio: "Y ¿posee usted algunas tierras?". "Sí, señor -contesta el mancebo con simulada timidez-. Tengo unas tierritas". "¡Tierritas! -profiere de nuevo el servicial amigo-. ¡Qué tierritas ni qué tierritas! ¡Latifundios, señor don Poseidón; inmensas plantaciones; heredades sin límites; haciendas cuya extensión va más allá del horizonte! ¡En los dominios de mi amigo Armando, señor mío, nunca se pone el sol!". El novio pensó que su compañero se estaba excediendo en las ponderaciones, y tosió levemente para pedirle más mesura. Doña Holofernes, a quien la descripción de los bienes de su futuro yerno había hecho solícita de pronto, le preguntó con voz casi maternal: "Tiene usted tos, querido Armando?". "Sí, señora -responde él-. Una tosecita". "¡Tosecita! -exclama el oficioso amigo-. ¡Qué tosecita ni qué tosecita! ¡Es toda una tuberculosis, señora; una tremenda tisis galopante!"... Traigo a cuento este inocente cuento para glosar la infortunada manifestación con que José María Aznar se despidió de México. Iba muy bien el ex mandatario español en sus declaraciones. Cuando expresó sus ideas sobre el populismo lo hizo en términos generales que, sin embargo, todos pudimos entender. So far so good. Hasta ahí todo iba bien. Lo malo fue cuando Aznar manifestó su deseo de que el PAN, con Felipe Calderón, gane la elección presidencial. En eso actuó con imprudencia, pues se podrá considerar que no sólo faltó a las formas de la cortesía, sino también a la ley: su calidad de extranjero le impide tener injerencia en las cuestiones políticas de México. Además a los mexicanos no nos gusta que nadie venga con pretensiones de influir sobre asuntos que sólo a nosotros nos conciernen. Estoy convencido de que Calderón es el mejor candidato presidencial. Pero, como en el cuentecito, esas ayudas más lo dañan que lo benefician... FIN.

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