El hermano Luterio, pastor de una pequeña iglesia en cierto estado sureño de Estados Unidos, inició su sermón dominical. "Estoy muy triste, hermanos -dijo-, y mi esposa está muy indignada, por algo que en estos últimos días ha sucedido. Un miembro de la congregación está difundiendo rumores calumniosos acerca de mí. Dice que soy miembro del Ku Klux Klan. Si esa persona está aquí le pido que se ponga en pie". La hermana Calvinia se levantó llena de vergüenza. "¿Usted, hermana? -se asombra el reverendo-. ¿Usted, que es presidenta de la Unión Bíblica y maestra de la escuela dominical? ¿Usted anda diciendo que soy miembro del Ku Klux Klan? ¡Desmienta inmediatamente sus palabras!". "Perdone, hermano Luterio -responde Calvinia muy apenada-. Todo se debió a una confusión. Yo no dije que es usted miembro del Ku Klux Klan. Dije que es un mago bajo las sábanas"... El gerente del Banco Escocés llama a sus empleados y les dice: "Este año trabajaron ustedes muy bien. Como resultado de su esfuerzo nuestras utilidades se duplicaron. Cada uno recibirá en recompensa un cheque por 10 libras. Si el próximo año obtienen los mismos resultados se los firmaré"... Viene ahora un cuento seguido por una sesuda reflexión... Se llevaba a cabo la gran carrera de Fórmula Uno. Los autos giraban a toda velocidad en torno de la pista. El corredor alemán sale a los pits. Los 12 hombres de su equipo le colocan nuevas llantas al vehículo, le cambian el aceite y le llenan el tanque de combustible en forma tan rápida que en ocho segundos el piloto estaba de nuevo en la pista. El corredor inglés sale a los pits. Su equipo de 12 hombres hace todo eso en los mismos ocho segundos, y el inglés vuelve a la pista. El piloto mexicano sale a los pits. A paso lento se acerca su equipo de tres hombres. Uno le dice: "¿Se lo cuido?". Otro le dice: "¿Se lo lavo?". Y el tercero le dice: "Deje las llaves y llame el jueves de la próxima semana a ver si ya se lo tenemos"... Los mexicanos somos muy dados a inventar cuentos en los cuales nos denigramos a nosotros mismos. La verdad, sin embargo, es que podemos hacer las cosas tan bien como las hacen en cualquier otra parte. De esto hay muchos ejemplos: nuestras líneas aéreas son más puntuales y eficientes que las de otros países; en la industria automotriz la mano de obra mexicana está considerada entre las mejores del mundo; en general el servicio en nuestros restoranes tiene mayor excelencia que el que se observa en otros lados (Por citar un caso -y esto no es publicidad, sino reconocimiento- el Sirloin Stockade de la avenida Lázaro Cárdenas, en Monterrey, al que tanto gustan de ir mis nietos, tiene más variedad de alimentos, más limpieza y calidad, y personal más eficiente y más amable que cualquiera de los que hemos visitado al otro lado de la frontera). Nada hay que nos haga ser inferiores a otro pueblo de la Tierra. Con nuestro trabajo podemos superar las fallas y deficiencias que todavía tenemos, y mejorar aún más nuestros rangos de competitividad... Un granjero tenía tres hijas. Llegó un visitante de la ciudad, y pensó que cualquiera de ellas haría una buena esposa. Salió con la primera. "¿Qué le pareció?" -le pregunta el granjero. "Bueno -responde el joven apenado-. Está algo, digamos, zamba". Salió con la segunda. Le pregunta el viejo: "¿Le gustó?". "Bueno -se apena el muchacho-. Está algo, digamos, bizca". Salió con la tercera. "¡Ésta es perfecta!" -dijo al granjero. Y se casó con ella. A los tres meses la muchacha dio a luz un bebé. Le pregunta el flamante esposo al padre: "¿Cómo es esto?". "Bueno -contesta el hombre-. Cuando la conociste estaba algo, digamos, embaraza-da"... FIN.