La República está harta ya de política. Desayuna, come y cena cosas de política. En ella no se habla de otra cosa más que de política. Por eso, y porque es hoy fin de semana, quise darle un descanso. Así pues no hablaré hoy de política: todo el espacio de esta columnejilla será para las cosas peores. Pondré el tremendo cuento titulado "La mesa". La historia se publica bajo autorización de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, cuya presidenta, doña Tebaida Tridua, impuso como condición sine qua non para otorgar su Nihil Obstat que en vez de la palabra que se debe usar en el relato para designar cierta parte anatómica del hombre se empleara el término "pie", el cual ciertamente no corresponde al sentido original de la historieta. Pero en fin, Non omnia possumus omnes, no todos podemos hacerlo todo, como dijo Virgilio en sus Bucólicas (8.63). Lean mis cuatro lectores "La mesa", y suplan con su imaginación lo que la estricta censura suprimió... Doña Picia era muy fea. (Asoma doña Picia en la columna y dice al columnista: "¿Y a poco tú eres muy bonito, caborón?"). Cuando nació doña Picia su mamá la vio tan fea que no le dio el pecho: le dio la espalda. Pero, como dice la popular sentencia, nunca falta un roto para un descosido: ya en edad núbil Picia se hizo de un novio y se casó. Había pequeños problemas en su matrimonio, es cierto. Su marido, por ejemplo, le hacía el amor de cebollita, o sea levantándole las enaguas y cubriéndole con ellas el semblante a fin de que la vista de aquel temible rostro no le abatiera el pendón del erótico deseo. Por cierto, no resisto la tentación de narrar un incidente que cierta noche sucedió en aquel hogar. Dormían ya doña Picia y su consorte, y ella despertó al oír ruidos en la planta baja. Movió a su marido para que recordara ("recordar", o sea volver al corazón, no sólo significa evocar algo: también es sinónimo de despertar. "Recuerde el alma dormida..." escribió Jorge Manrique en el verso inicial de sus hermosas Coplas). Cuando el hombre salió del sueño le dijo doña Picia: "Haz algún ruido, para que los ladrones crean que tenemos perro". Contesta el individuo: "Mejor baja tú, para que crean que hay espantos". Pero todo esto es digresión, palabrería vana. A lo que iba era a narrar que un día iba doña Picia por la calle con sus dos pequeños hijos cuando un borracho le dijo con tartajosa voz: "Con todo respeto, mi estimada: qué bonitos están sus gemelitos". "Gracias -contesta doña Picia-. Pero no son gemelos. Este niño tiene 5 años, y el otro 3 y medio. ¿Por qué pensó usted que eran gemelos?". Responde el temulento: "Porque es usted tan fea que me parecía imposible que se la hubieran follado dos veces"... Viene ahora el nefario cuento que arriba se anunció: "La mesa"... Llegó un cazador blanco a cierta pequeña ciudad del centro de África y fue a la cantina del lugar. En el local había una mesa de medio metro de ancho por un metro de largo, en uno de cuyos extremos el cazador advirtió rayas grabadas en la cubierta de madera, cada raya con un nombre africano. La primera estaba a 7 pulgadas del extremo, y decía: "Mobutu". Otra se hallaba a 8 pulgadas, y tenía el nombre "Kyongo". La tercera estaba a 9 pulgadas del extremo de la mesa, y ostentaba la inscripción "Bembu". El cazador le pregunta al cantinero: "¿Qué significan esas rayas en la mesa, y esos nombres?". Responde el de la taberna: "Los nativos watusi tienen la costumbre de medirse el pie poniéndolo sobre la mesa, y apuntan luego la medida del pie y el nombre de su dueño". "¡Uh! -se burla con suficiencia el hombre blanco-. Yo tengo el pie más grande que ésos". Y poniéndolo sobre el extremo de la mesa donde estaban las rayas graba su medida y nombre: "10 pulgadas. Smith". "Momento, señor -le dice el cantinero-. Los nativos se miden desde el otro extremo de la mesa hasta éste"... FIN.
