Éste era un padrecito de frontera que odiaba a los norteamericanos. No podía ver a los yanquis ni en pintura. En sus sermones los ponía como Dios puso al perico, como no digan dueñas, como lazo de cochino, como cuera tamaulipeca, como jaula de perico, como trepadero de mapache, como palo de gallinero. Siempre estaba hablando mal el padrecito de los vecinos del norte. Decía en sus prédicas que nos han invadido en varias ocasiones, que nos arrebataron la mitad de nuestro territorio, que siempre han estado interviniendo en los asuntos de nuestro país, que tratan muy mal a los migrantes. No dejaba nunca el padrecito de hablar mal de los gringos, como decía él. En cada misa, con cualquier pretexto, tronaba contra ellos y decía horribles pestes en su contra. Había un problema, sin embargo: entre sus feligreses se contaban muchos estadounidenses. Llegó un punto en que los agresivos sermones antiyanquis del agresivo cura les resultaron ya intolerables. Un buen día formaron una comisión. Acompañados por un representante del consulado fueron a hablar con el señor obispo y le presentaron su queja. Le dijeron que entre sus sacerdotes había uno que tenía fobia contra el pueblo norteamerica-no, que constantemente lo vituperaba y hacía objeto de toda suerte de diatribas. Le pedían que lo llamara al orden a fin de que cesara en sus acerbas críticas, en sus ataques sistemáticos. El señor obispo vio la razón que asistía a los quejosos y mandó llamar al padrecito. Lo hizo sentar frente a él y le dijo sin más preámbulos con gran severidad: ?-Mire usted, padre Antisamio: vinieron representantes de la colonia americana a quejarse de que usted se dedica a atacar continuamente a los estadounidenses. Eso, aparte de que va contra la caridad cristiana, no tiene razón de ser, y puede acarrearle a usted muchos problemas y acarreármelos también a mí. De modo, padre, que voy a suplicarle que en adelante se abstenga usted de hablar mal de los americanos en sus prédicas?. ?-Pero, señor obispo -responde con vehemencia el padrecito-. No sé si ya está usted enterado de que los americanos nos han invadido en varias ocasiones, que nos arrebataron la mitad de nuestro territorio, que tratan muy mal a nuestros paisanos y que siempre han estado interviniendo en los asuntos nacionales?. ?-Sé muy bien todo eso, padre Antisamio -replica el obispo algo molesto-. Pero tales cosas no atañen a nuestro sagrado ministerio, que es de paz y de amor entre todos los hombres. Así pues le repito, y es una orden, que debe usted abstenerse en el futuro de hacer en sus sermones cualquier referencia a los americanos?. ?-Está bien, Su Excelencia -dice con un suspiro de resignación el padrecito-. Haré lo que usted manda, pero sólo en virtud de la santa obediencia?. Obedeció en efecto el señor cura. No volvió en sus homilías dominicales a hablar de los gringos. No hacía alusión a ellos ni para bien ni para mal. Los norteamerica-nos se tranquilizaron al ver que el señor cura cesaba sus ataques. Pero llegó el Jueves Santo, y en el sermón alusivo a la Última Cena comenzó a predicar el padre Antisamio: ?-Ahí estaba Nuestro Señor Jesucristo, hijos míos, en la mesa, rodeado de los doce apóstoles. De pronto fija en ellos una mirada triste y les dice con su dulce voz: ?Uno de vosotros me traicionará?. Pregunta Juan, el discípulo amado: ?¿Acaso seré yo el traidor??. Le contesta el Señor: ?Tú no serás?. Pregunta Pedro: ?¿Seré yo, Maestro??. ?-No, tú tampoco?. Y así todos los discípulos le fueron preguntando, y a todos les dijo el Señor que ninguno de ellos sería el traidor. Pero le llegó el turno a Judas Iscariote, amados hermanos míos, y entonces aquel infame, traidor, alevoso, vil, canalla maldecido le preguntó al Señor: ?Oh, perdonar, my Lord, ¿acaso ser yo el que ir a traicionarte??... FIN.