Cinicio, sujeto ególatra y desconsiderado, iba manejando su coche por las afueras de la ciudad cuando al pasar por el alto puente sobre el río vio a una mujer que se disponía a lanzarse desde ahí con ánimo evidente de quitarse la existencia. Frenó Cinicio, y corriendo fue hacia la desdichada. Grande fue su sorpresa cuando en ella reconoció a Dulcilí, muchacha ingenua a quien él había seducido valiéndose de su untuosa labia. "¿Se puede saber que haces, preciosa?" -le preguntó con aire suficiente. "Estoy embarazada de ti -responde ella, gemebunda-, y sé que no me cumplirás la palabra de esposo que me diste. Abandonada, temerosa del severo juicio del mundo y de la gente, que no perdona la fragilidad de la mujer, me dispongo a arrebatarme la vida". "¡Caramba, Dulcilí! -exclama Cinicio lleno de admiración, y emocionado-. No sólo eres muy linda: ¡también sabes cómo resolver un problema!"... Sigue ahora un cuentecillo lene seguido de un análisis político no muy analítico. Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, tenía un gato en el cual volcaba todas sus ansias de cariño y sus ternuras retenidas. El minino, sin embargo, no correspondía con el mismo apego a ese amor, y todas las noches se salía para ir a las azoteas a hacer lo que los gatos y las gatas hacen en las azoteas: gatitos. Más de una semana tardaba en regresar a veces el de Celiberia, y ella sufría la ausencia de Tutú -que tal nombre le había dado-, y más porque el animalito volvía trasijado por sus genésicos excesos, y lleno de lacerias a causa de sus combates de celo con los otros gatos. Oyó opiniones de amigas la señorita Sinvarón, y se determinó a llevar a Tutú con un veterinario a fin de que le quitara la costumbre de salirse por las noches. El facultativo arregló a Tutú, vale decir que lo desarregló, vistas las cosas desde la perspectiva personal del infeliz. Semanas después otro gato le preguntaba a Tutú: "Y ¿ya no vas a las azoteas por la noche?". "Sigo yendo -respondía él-. Pero ahora voy de moderador". La verdad, nada hubo que moderar en el encuentro entre los cuatro candidatos presidenciales que participaron en el debate del pasado martes. El formato de la reunión, tan rígido, anuló cualquier posibilidad de un debate real que hubiese requerido llamados a la moderación. La conductora Guadalupe Juárez, de amable presencia y eficaz, se limitó a dar la palabra a los participantes y a interrumpirlos cuando se excedían en el uso del tiempo que les correspondía. Si en este encuentro más o menos anodino pudiera señalarse un triunfador, sería Felipe Calderón, único que llevó propuestas viables y concretas y las presentó en términos claros y asequibles a todos. Calderón se mostró bien informado; respondió airosamente a los ataques de su rival del PRI y fue cortés, y aun amable, con sus adversarios. Campa evidenció buenas cualidades, pero se vio discursero, limitado por la naturaleza de su candidatura. Patricia Mercado expuso con honestidad sus puntos de vista de auténtica mujer de izquierda. El peor de todos, por su actitud, su voz y sus manifestaciones, fue Madrazo, quien esa noche añadió otro clavo a su ataúd. Desmañado, leyendo más que hablando, no dijo nada, pero lo dijo mal. Actuó como bravucón del viejo estilo; fue desmañado en sus ataques y evadió sin habilidad los señalamientos de corrupción que se le hicieron. Otro, no él, debió haber estado ahí. Cuando cometió la supina torpeza de agacharse a recoger un papel que se le cayó, su lugar se vio vacío. Así estuvo en verdad durante todo el tiempo que duró el debate. Por su evasiva parte, el ausente López Obrador lamentará su ausencia: se volverá contra él en vez de beneficiarlo... FIN.