Si no hubiera nacido yo en Saltillo, mi ciudad amada, me habría gustado ver la primera luz en Monterrey. Y esa luz inaugural habría sido radiante, con el deslumbramiento del rutilante sol que seguía como sombra a don Alfonso Reyes. Mi niñez se paseó por Monterrey, de vacaciones en la casa de mi tío Refugio y mi tía Conchita, calle de Modesto Arreola 1733 poniente. Don Refugio era dueño y señor de ?La Perla?, prestigiada relojería y joyería; mi tía era única hermana de mi padre. Un día sí y otro también perdía las llaves, y prometía una limosna a San Antonio si le encontraba el llavero perdidizo. Aparecían las llaves. Luego, cuando en la iglesia pasaban mi tía y don Refugio bajo la imagen del santo, él le decía a su mujer: ?¡Pst pst! ¡Ahí te hablan!?. Y contestaba ella: ?Yo no le debo a ése . Yo le debo al de Saltillo?. Recuerdo aún la jubilosa risa de mi tío la vez aquella que mi tía le dijo: ?Me duelen las piernas de atrás?. En Monterrey ensayé luego romanticismos de adolescente que leía demasiado. Me llegó la noticia de que doña María Tereza Montoya ?Tereza así, con zeta- estaba en Monterrey, y le llevé serenata con Luis Mier Guzmán. Luis tocó en el violín la Serenata de Schubert, y yo recité un hiperbólico soneto en versos alejandrinos que escribí especialmente para la ocasión. La primerísima actriz abrió los altos postigos del ventanal de la casa donde se alojaba, y sin decir palabra ?su sonrisa de diva lo decía todo- nos entregó una flor a cada uno, y nos dejó los brillos de su profusa cabellera bruna y el albor de la bata de encaje y sedas que llevaba. ¡Qué cursis éramos entonces, Dios del cielo! Y ¡qué lástima que ya no podamos ser así! Entonces, igual que ahora, Monterrey era un sitio de encantamiento para mí. Ahí la ópera y la zarzuela en el Florida o en el Lírico; ahí el teatro en aquellas salas pequeñitas que lo mismo podían estar en el sótano de una casa que en la azotea al aire libre, libérrimo; ahí el beisbol con los Sultanes; ahí las regias tortas del ?Al?, insigne restorán que se llamaba ?Alaska?, pero un ventarrón partió el letrero y dejó sólo las dos primeras letras, que fueron ya por siempre su denominación; ahí las beneméritas cantinas con tríos que cantaban una vez y mil veces aquella inmortal canción nacida en Monterrey, ?Ojos cafés?, del doctor Carlos A. González: ?... Y al contemplarte, postrado de hinojos, me miré en tus ojos de color café...?. (Las muchachas que tenían ojos verdes o azules se dolían de no tener ojos cafés, para que les cantaran eso). Monterrey me dio el pan del cuerpo y el amor del alma, y nunca me han faltado un sabroso manjar y una edénica cerveza helada en la pródiga mesa que la ciudad pone cada día para sus hijos y los amigos de sus hijos. Como si todo eso fuera poco, Monterrey y Nuevo León me entregaron el otro día, junto a 14 nuevoleoneses distinguidos, ellos sí acreedores de esa alta presea, la Medalla al Mérito Cívico Estado de Nuevo León. ¿De dónde a mí ese premio? Lo recibí con gratitud, y espero hacer el día mañana ?espero a ser el día de mañana- algo que justifique la prodigalidad de la gente de Monterrey y Nuevo León. Gracias a su pueblo y su Gobierno, gracias a su Gobernador, José Natividad González Parás, y gracias también al Gobernador de mi natal Coahuila, profesor Humberto Moreira Valdés, que me acompañó en la ceremonia donde se entregó la condecoración. Si tardé en expresar mi gratitud es porque todavía no acabo de creer que recibí esa distinción... Por ese bien, muchas gracias, y ojalá pueda yo corresponder a esa gracia haciendo algo de bien... FIN.