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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

La República sufre por tanta política y futbol tan pobre. La politiquería nos tiene ya cansados, y estamos tristes por el modo en que el equipo nacional ha ido a menos. ¿Otra vez caeremos con la cara al sol, igual que siempre? Y en la elección ¿acaso puede triunfar la charlatanería demagógica sobre el buen sentido y el bien de la Nación? Hoy daré un respiro a mis cuatro lectores, y no hablaré ni de la elección ni de la selección. Para sedar la inquietud de la República y confortarla narraré el vitando cuento que ayer anuncié aquí: "La Rosa" o "Perfume de mujer"... Talmacio Gorko era un actor ya viejo. Pertenecía a la antigua escuela. Alguna vez leyó "Un actor se prepara", de Stanislavsky, y con eso tuvo suficiente para considerar que podía hacer el papel de Hamlet mejor que Olivier o Booth. Cuando representó la obra, la gente empezó a silbarle en el monólogo. "A mí no me digan nada -se dirigió Talmacio al público desde el proscenio-. Yo no escribí estas tonterías". Su estrella se apagó rápidamente, cosa en verdad extraña si se considera que jamás se encendió. Y es que Gorko no aprendió nunca que "El arte de la actuación consiste en ser sincero: una vez que aprendes a simular la sinceridad estás del otro lado". Eso lo dijo Marx (el que sobrevivió, Groucho). Además con la edad fue perdiendo la memoria. No podía aprender sus líneas, o las olvidaba en el escenario. Los directores le perdieron la confianza; ninguno ya le ofrecía un papel. Llegó Talmacio al ocaso de su edad, y fue olvidado. Se convirtió en uno de esos viejos actores que con tierna crueldad describió Chejov, nostálgicos evocadores de pasadas glorias. Un día, sin embargo, sonó el teléfono en el departamento donde vivía solo con su álbum de recortes y sus amarillosos carteles y programas. Un director se había acordado de él en el curso de una borrachera, y por compasión lo llamó para ofrecerle una pequeña parte, como Nigel Bruce a Calvero en "Candilejas". Acudió Talmacio, y el director le explicó su papel. Consistía en un rol muy pequeño, de una sola línea. Todo lo que tenía que hacer era tomar una rosa con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, llevarse la flor a la nariz, aspirar su perfume y decir luego: "¡Ah, el aroma de mi amada!". Mil veces repitió Gorko aquella línea, para no olvidarla. También ensayó bien lo que debía hacer: entrar en escena, tomar la rosa del búcaro en que estaba, llevarla a la nariz con índice y pulgar y decir su única frase: "¡Ah, el aroma de mi amada!". Llegó el día del estreno. La sala estaba colmada por un público de la más alta calidad, tanto que no había críticos. Llegó la escena de Talmacio. Hizo su entrada el veterano actor en medio del profundo silencio de la gente. Tras bambalinas el director y los actores temblaban con la inquietud de que a Gorko se le fuera a olvidar su única línea, de importancia capital para la trama. No la olvidó Talmacio. Dijo la frase con voz clara, sonora y emotiva: "¡Ah, el aroma de mi amada!". Una gran carcajada siguió a sus palabras. Talmacio quedó frío de espanto. ¿Por qué el público se reía de él? No había olvidado su línea; la dijo bien, y sin embargo las carcajadas le llegaban como un torrente desde las butacas. Lleno de confusión, aturrullado, salió del escenario entre las risotadas de la gente. El director, colérico, lo recibió con un insulto. "¡Imbécil! -le dijo hecho una furia-. ¡Arruinó usted la escena culminante! ¡Echó a perder mi obra!". "¿Por qué? -preguntó Gorko sin entender nada-. ¡Hice todo lo que usted me indicó! ¡Me llevé los dedos índice y pulgar a la nariz y dije: ?¡Ah, el aroma de mi amada!?. ¡No olvidé mi línea!". "¡La línea no la olvidó, idiota! -rebufa el director-. ¡Pero olvidó la rosa!"... FIN.

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