Por CATÓN
Esta columna suele tratar de política y cosas peores. Hoy, sin embargo, contiene una historia de amor. Alguien dirá que el relato se halla fuera de sitio, pero el amor verdadero nunca está fuera de sitio -más bien está sitiado-, y la historia que voy a contar es de verdadero amor. Sucedió en mi familia, cuando yo era niño, y su recuerdo es entrañable para mí. Hay en la narración una frase que la ilumina y da sentido. No voy a desconocer (lejos de mí tan temeraria idea) la belleza y profundidad de las frases que han pronunciado grandes hombres como Goethe o el Chaparro Tijerina, ilustres mujeres como la tía Melchora o Madame de Staël. Pero la frase a que aludo fue dicha por un panadero, y por tanto tiene más miga, si me perdonan ustedes el pueril juego de palabras. Mas basta ya de prolegómenos. He aquí la historia de ese amor y de esa frase. Era don Carmen el cuidador de un huerto pequeñito propiedad de mi abuelo don Mariano. Quedó viudo el hortelano cuando estaba todavía en buena edad: apenas llegaría a la cincuentena. Hombre recio, tenía la posesión completa de sus facultades, sobre todo de aquélla que en las noches lo movía a pensar en un segundo matrimonio. Puso los ojos don Carmelo -así también era llamado el buen señor- en una muchacha ya no tan muchacha, pues frisaba los 30 años de su edad. Hermana del panadero del barrio, y dependienta en la panadería, era soltera. O, más bien dicho, solterona. En aquellos años la mujer que no casaba a los 21 adquiría esa denominación. Se propuso don Carmen proponerle matrimonio a la muchacha. Todos los días iba a comprar el pan de la merienda, y todos los días iba decidido a declararle su intención. Al hortelano, sin embargo, se le daban bien las acelgas, y las flores de olor, y los perones, pero las palabras no se le daban bien. A la hora en que iba a decir sus decires la lengua se le volvía estropajo a don Carmelo, le temblaban las corvas, y apenas acertaba a saludar a la lozana panadera con un desmañado movimiento de cabeza. Un día, sin embargo, no pudo ya con las ansias que en olas se le salían del pecho, y aprovechando que la muchacha y él estaban a solas le dijo: "Fíjese usted, Sarita, que anoche soñé que le pedía que se casara conmigo". "¿De veras, don Carmelo? -replicó la muchacha-. Y yo ¿qué le contesté?". "Nada. Pero si quiere me puede contestar". "Pues déjeme ver qué sueño hoy en la noche". Al día siguiente fue el hortelano, ansioso, por la contestación. Le pidió Sara ir los dos con el hermano, que en ese momento estaba amasando el pan. "Gabriel -le dijo ella-. Este señor soñó que me proponía matrimonio, y yo soñé que le correspondía". "¿Ah sí? -contestó el panadero sin dejar de batir la masa-. Pos entonces cásense". Y en seguida pronunció la inmortal frase que anuncié al principio. Dijo: "¿Quién soy yo para impedir los sueños de la gente?". Cuando mis tías contaban esa historia los ojos se les humedecían. Les parecía un relato de Mistral, y en la frase encontraban poesía. Si vivieran me reprocharían que hiciera lo que voy a hacer: aplicar esa frase a la política. Millones de mexicanos sueñan con un México más justo, donde la pobreza no sea tan grande, ni tan pequeños los esfuerzos de la sociedad en su conjunto para darle alivio. Nadie debe impedir el sueño de justicia de la gente. Lo estorban lo mismo los caudillos autoritarios, anacrónico resto de un pasado que con la democracia superamos ya, que los hombres cegados por el afán de lucro, que no advierten que en México tenemos que salvarnos todos juntos o todos juntos nos vamos a perder. Nadie impida ese sueño de justicia que obliga a poner el bien de muchos por encima del interés de pocos. Quiero decir con esto que el próximo Gobierno de la República, el de Felipe Calderón, debe ser el gobierno de la justicia social. Recordemos: "¿Quién soy yo para impedir los sueños de la gente...?". Y que mis tías me perdonen... FIN.
MIRADOR
Por Armando FUENTES AGUIRRE
A López Velarde le dolía que el Papa no escuchara el repique de las campanas de su iglesia. A mí me pone triste que Su Santidad no alcance a ver desde San Pedro el campanario de mi catedral.
Saltillo está lejos de Roma, es cierto -más bien: Roma está lejos de Saltillo-, pero la catedral de mi ciudad es grande, es elevada, y bien podría verse desde allá si el aire del mundo no estuviera tan contaminado.
La otra noche salí a caminar por las calles saltilleras. Estaban solas ya, y quietas, sin otra inquietud más que la mía. Una leve neblina se abrazaba a los faroles de la plaza. Miré la catedral, y ganas tuve de cantarle: "Eres alta y delgadita, tu hermosura me provoca...".
Dije que me entristece que el Papa no vea la catedral de Saltillo, mi ciudad. Pero, pensándolo bien, a lo mejor si la ve me pedirá que se la cambie por San Pedro en Roma, y me va a dar mucha pena decirle que no.
¡Hasta mañana!..