Dice un dicho muy dicho que el hombre no ha de dar a la mujer ni todo el amor ni todo el dinero. Yo siempre le he dado a la mía todo el dinero y todo el amor. Desde que nos casamos -42 años hace ya- tomé la decisión de poner en sus manos todo el dinero que ganaba. Acción insólita era ésa, pues en aquellos tiempos se usaba que los maridos dieran a sus esposas aquello que se llamaba "el diario" -popularmente "el chivo"-, una cantidad suficiente sólo para el gasto de cada día. Se juzgaba que la mujer tenía poco entendimiento para el manejo del dinero, que lo iba a gastar en fruslerías, o a perderlo por falta de cuidado. Yo pensé que aquel pensar no tenía fundamento, y que era injusto y discriminatorio para la mujer. (Un señor se mete en la columna y me dice con acedo tono: ?Si viera usted a tantas féminas que se gastan su dinero -y el ajeno jugando en las famosas maquinitas, quizá reconocería que quienes pensaban eso no andaban tan descaminados?. Le contesto: ?También muchos señores juegan en esas maquinitas?. ?Sí -admite él-. Pero los hombres tenemos una justificación: somos indejos naturales?). Yo conocía la prudencia de mi compañera, y más aún conocía mi imprudencia. De los saltillenses se dice que somos, digamos, económicamente muy conservadores. ¿Ha oído usted hablar de la fama de ?codos?, es decir de excesivamente ahorradores, que tienen los regiomontanos? Pues bien: se dice que la ciudad de Monterrey fue fundada por pobladores de Saltillo que fueron expulsados de ahí por ser demasiado gastadores. Así soy yo, despilfarrador; se me va el dinero sin sentirlo; parece que tengo agujeros en las manos Decidí entonces que fuera mi esposa quien llevara la economía de la casa. ¡Qué sabia decisión! Si algo tenemos hoy es por mi señora. De haber sido yo el administrador estaríamos ahora sentados en un hormiguero. Y no de muy buena calidad el hormiguero: hormiguero de quinto patio, a lo mejor. Hay un dinero, sin embargo, que no le entrego a mi señora, que me reservo todo para mí. Es el de mi pensión de profesor. Me llevó 35 años ganarme esos centavos, y me los quedo para gastármelos en lo que me da la regalada gana: un libro, una película, algún disco; pequeños regalos para mis nietos; beberes y yantares con amigos. Amo esa pensión, y la disfruto, porque es el fruto de mi vida de maestro. Noten mis cuatro lectores que dije: ?mi vida de maestro?, y no: ?mi trabajo de maestro?. Y es que para mí ser maestro nunca fue trabajo: fue pasión deleitosa, quehacer lleno de gozo. Hay quienes son profesores por dos razones solas: el día 15 y el día último. Yo fui maestro por vocación de vida; por lo mismo que soy escribidor. Aprendí que la tarea de enseñar no consiste en trasmitir informaciones, sino en contagiar entusiasmos. El buen maestro es aquel que logra que sus alumnos sigan aprendiendo por su cuenta, ya sin necesitarlo a él. Por eso debe estar enamorado de su materia, pero no ser un especialista, pues aquel que sólo sabe de matemáticas -por poner un ejemplo- ni siquiera de matemáticas sabe. Enseñar es un arte, no una técnica: si en un curso escolar logra el maestro que uno solo de sus estudiantes se enamore de lo que le enseñó, por ese sólo alumno todo el curso se habrá justificado. De eso hablé con las maestras y maestros nuevoleoneses que se reunieron para celebrar el vigésimo aniversario de la fundación de la División de Estudios de Posgrado de la Escuela de Ciencias de la Educación, en Monterrey. Doy gracias a quienes me escucharon. Primero, porque me escucharon. Y luego porque me recibieron con afecto y me despidieron aplaudiéndome de pie. También doy gracias al maestro Domingo Castillo Moncada, director del prestigioso plantel: por su invitación me volví a sentir maestro... FIN.