"Sirve tres cafés. Uno para mí, otro para ti, y el tercero para tu retiznada madre". No dio crédito a sus oídos el dueño de aquel café de barrio cuando escuchó al recién llegado decir esas palabras. Jamás lo había visto; no era de sus clientes habituales. Llegó el hombre poco antes de las 11 de la noche, cuando el propietario se disponía ya a cerrar, pues las calles se veían sin gente, hacía un frío polar y era difícil que llegara más clientela a aquel pequeño cafetín que no tenía más personal aparte de su dueño, que la hacía de mesero y cuidaba de la caja, y su señora madre, encargada de la cocina y la limpieza general. Estaban los dos solos, e iban ya a cerrar -lo dije antes- cuando entró aquel desconocido, ocupó uno de los banquillos en la pequeña barra y dijo las palabras que al dueño del cafetín dejaron azorado: "Sirve tres cafés. Uno para mí, otro para ti, y el tercero para tu retiznada madre". Tan grande fue la sorpresa del propietario ante el dicterio que no atinó a reaccionar. Pensó haber oído mal. Con movimientos de autómata sirvió tres tazas de café y las puso frente al extraño cliente. Bebió éste la suya, pagó el precio de los tres cafés y se fue luego sin pronunciar palabra. "¿Por qué le serviste los cafés? -preguntó la señora con enojo-. No oíste acaso lo que dijo?". "Sí lo oí, madre" -reconoció él todavía aturrullado. Y luego buscó justificar su falta de respuesta a la injuria: "Pero un cliente es un cliente, y ni modo". La noche siguiente, cuando ya habían hecho a un lado el episodio, llegó de nueva cuenta el tipo. Ocupó el mismo sitio de la vez pasada y repitió la misma orden, y con iguales palabras: "Sirve tres cafés. Uno para mí, otro para ti, y el tercero para tu retiznada madre". Entonces sí reaccionó el dueño del establecimiento. "Óigame -dijo al insultador-. No tiene usted por qué injuriar a mi mamá. Aprenda lo que dice el letrero que luce en una de las paredes del restorán ?La Josefina?, en el camino a la villa de General Cepeda, muy cerca de Saltillo, famoso establecimiento con la mejor cocina lugareña, donde se comen las miríficas empanadas de tomate, la rica barbacoa de carnero y el caldillo de carne seca delicioso. Dice así ese sabio letrero puesto a la vista de la numerosa clientela del lugar: ?El uso del lenguaje obsceno rebaja la dignidad. El que insulta a la madre ajena no respeta a la propia?. Le pido, pues, de la manera más atenta, en buena forma y comedidos términos, que no vuelva a agraviar así a mi madre. Si lo hace tendrá que atenerse a las consecuencias. Mejor todavía: no venga ya a mi café. Otros hay en el rumbo a los que puede ir. Pero si viene, compórtese con conducta". (Esa expresión, "comportarse con conducta", se usa en algunas capas de la sociedad para pedir buen comportamiento). El incivil sujeto escuchó aquella catilinaria como quien oye no llover. Pagó los tres cafés y se marchó. Al parecer ningún efecto le hizo la admonición del dueño, pues la siguiente noche volvió a presentarse, y nuevamente dijo: "Sirve tres cafés. Uno para mí, otro para ti y otro para tu retiznada madre". El dueño del local ya no se pudo contener. Saltó por encima de la barra; con violentos empellones sacó al hombre a la calle y ahí le propinó una felpa de órdago que lo dejó tundido, sangrando por nariz y boca, todo lacerado. Pasó el siguiente día, y otro más. El tercer día cuál no sería la sorpresa del propietario y su mamá cuando el soez sujeto hizo otra vez su aparición, como si nada hubiera sucedido. Ante la mirada amenazante del dueño se sentó en el lugar de siempre y pidió con mansedumbre: "Sirve dos cafés". "Ah, vaya -dijo con tono de severidad el propietario-. Veo que ya aprendió usted la lección". "Sí -dice el sujeto-. Sirve dos cafés. Uno para mí y otro para tu retiznada madre. Para ti no, porque con el café te pones muy violento"... FIN.
