Toda polarización extrema conduce a la crisis orgánica de un sistema económico político. Especialmente si este sistema está fincado en la libertad, la polarización basada en la intolerancia conspira contra su vigencia y la de aquélla.
La democracia es un delicado equilibrio de reglas y actitudes institucionales y sociales que exige compromisos y acuerdos. Sin ellos sucumbe.
El curso que han adquirido las campañas políticas es preocupante, y la preocupación es general. Entre los efectos perniciosos que podría acarrear está la inhibición del voto. Ojalá sea al revés y los ciudadanos salgan a votar en gran número, precisamente para hacer valer su presencia como fundamento soberano del Gobierno y del Estado. Veremos.
Mientras tanto, es apremiante que los partidos y los medios masivos de comunicación comprendan y comuniquen sus mensajes en términos más propositivos. Estamos en la última fase de la campaña y pronto vendrá la etapa de los cierres.
En este periodo es necesario que los partidos aseguren que su eventual triunfo no significará una polarización de la sociedad que conduzca a la inestabilidad o a la violencia, y que propongan compromisos no solamente de civilidad de cara al momento post electoral, sino referentes a la integración del Gobierno en una dirección de concordia nacional.
Si las proyecciones no mienten, el ganador en la contienda presidencial resultará electo con menos votos que los obtenidos por Vicente Fox en el año 2000. Desde luego, casi podemos dar por descontado que el Congreso no tendrá mayoría de un partido o coalición. De ahí entonces que la tónica del próximo sexenio será semejante al actual: un Gobierno sin mayoría en el Congreso que habrá de salir a negociar con las fracciones parlamentarias, incluida la propia, sus proyectos legislativos y de política pública.
Desde el lado de la sociedad, la situación posterior al dos de julio puede ser una de profunda división, en que la desigualdad social se haga presente en la lucha política y dé lugar a un crecimiento exponencial del conflicto social y político y por el cual el régimen democrático se convierta en un mero instrumento para hacer prevalecer la razón de unos contra la de otros.
Este posible escenario debe ser evitado. Nada sería más contrario al fundamento de la democracia que la polarización intolerante.
Más aún, aparte de la regresión que podría sufrir la construcción democrática en el país, la confrontación y la inestabilidad podrían representar una amenaza seria a la estabilidad del régimen. En un clima así, un presidente electo por la minoría de los mexicanos, es decir, sólo por una mayoría relativa, podría enfrentar la actitud adversa de las fuerzas políticas que, aun divididas, representan a una proporción mayor de electores y podrían llevar al próximo Gobierno a una crisis de gobernabilidad.
Si prevaleciera una actitud civilizada, sería de esperar que la polarización en las campañas no tuviera reflejo en el periodo post electoral y menos en la integración del Gobierno.
Sin embargo, es probable que esto no ocurra así, y que algunos sectores políticos consideren que el país ha quedado partido en dos y que deben obrar en consecuencia. Frente a esta posibilidad que esperamos sea descartada en la práctica es pertinente hacer algunas observaciones sobre sus fuentes y la forma en que podría ser encarada. En el origen de la confrontación está la realidad de un sistema político híbrido, parcialmente transformado en democrático y parcialmente heredero de formas autoritarias.
Lo primero está a la vista: contamos con un subsistema electoral competitivo y equitativo que garantiza que los votos cuenten y se cuenten y que sean la condición para llegar a los puestos de mando. Lo segundo es menos visible aunque poderosamente estridente: un sistema de Gobierno que fue moldeado para ser ocupado por una sola fuerza política ‘blindada’ autoritariamente de la posibilidad de ser disminuida electoralmente.
A pesar de las reformas que ha tenido, este sistema de Gobierno no ha superado la etapa autoritaria. La relación entre poderes y entre órdenes de Gobierno, así como la estructura interna de cada uno de ellos, registran aún fuertes dosis del presidencialismo hegemónico, sólo que ya sin hegemonía de esta institución sobre las otras. De ahí que la antigua fuerza presidencial se haya tornado en debilidad y que la distribución plural del poder no haya sido retraducida en unidad de la gobernanza mediante la transformación de las instituciones de Gobierno en un sentido democrático.
Esta transformación hubiese requerido acuerdos fundamentales entre las principales fuerzas políticas para alcanzar, al menos, los siguientes objetivos: drástica eliminación y castigo de la corrupción en los Gobiernos, creación de reglas de convergencia obligatorias entre los poderes, reforma al sistema federal para invertir la polaridad centralizadora en descentralización y reforma al sistema judicial para que efectivamente haga justiciables los derechos individuales a través de sus instituciones.
En particular, esta última reforma podría canalizar buena parte del descontento social originado en la injusticia a través de la institución que en los sistemas democráticos hace valer los derechos de cada quien y no por las vías paralelas y providencialistas típicas del presidencialismo. Ninguna de estas reformas se acordó a tiempo y su ausencia es origen de la polarización. Ninguna fuerza política en su sano juicio cree que puede llevar a efecto su programa ideológico y político si no es mediante la obtención de una posición hegemónica y excluyente en el sistema de Gobierno.
Esta tendencia puede hacer que la democracia se vuelva insostenible, a menos que el buen sentido conduzca a la integración de un Gobierno de coalición, gane quien gane. El único camino inverso es el compromiso y el acuerdo convergente en la reforma de las instituciones del Estado. Es la sola vía para la democracia sostenible.
