Es imposible contar con la cifra puntual de las ejecuciones notoriamente vinculadas con alguna forma de delincuencia organizada (sobre todo la que se dedica al tráfico de drogas): son tantas, ocurren en tantos puntos de la geografía nacional que siempre habrá un déficit en el registro. No es amarillista afirmar que una oleada de sangre empaña a México. Los datos de la realidad confirman esa apreciación.
Tan envolvente, tan avasalladora, tan amenazante es la presencia delincuencial, que ha obtenido una victoria anímica, ha promovido el derrotismo gubernamental. Ayer por la mañana, el vocero de la Presidencia, que por lo que emplea en sus alocuciones no habla sólo por el titular del Poder Ejecutivo sino por el Gobierno en general, admitió que “seguramente” funcionarios perderán la vida en el combate al crimen organizado.
En vez del enfático ¡No pasarán! de quienes viven con la convicción de vencer al enemigo, por lo menos en Los Pinos se ha impuesto la resignación. La jornada criminal que dio lugar al comentario de Rubén Aguilar Valenzuela fue ciertamente pavorosa, pero no debería suscitar una reacción como la que acepta el carácter inevitable del asesinato. En pocas horas fueron asesinados o hallados los cadáveres de más de una veintena de personas, en siete entidades de la República.
Quizá algunos son homicidios comunes, pero los más están relacionados con la droga. Y por lo menos dos de ellos segaron la vida de autoridades policiacas. En Nuevo León, dos responsables municipales de Seguridad, uno en la zona conurbada, otro en el norte del estado, fueron muertos a balazos. El secretario de Policía y Tránsito de Sabinas Hidalgo, Javier García Rodríguez, fue “levantado”, secuestrado, por un comando, en el estacionamiento de la Presidencia municipal, y muy cerca del destacamento de la Policía Ministerial del estado en ese municipio. Horas después se halló su cadáver con las manos esposadas y señales de ejecución.
Apenas hace un mes había tomado posesión de su cargo, luego de haber servido uno semejante en el ayuntamiento de Bustamante. Héctor Ayala, director de la Policía de San Pedro fue ultimado desde un vehículo en marcha mientras él manejaba el suyo propio, rumbo a su domicilio. En un enfrentamiento provocado por diferencias en una operación de compraventa de narcóticos, en San Cayetano de Pericos, municipio de Tamazula, en Durango, murieron seis personas.
Otras más quedaron heridas y fueron trasladas a Culiacán, pues la capital sinaloense está más próxima de aquel paraje que poblaciones duranguenses.
En Sinaloa se hallaron dos cadáveres, y en el municipio de Coahuayana, en territorio michoacano, tres personas fueron acribilladas en el interior de su vehículo, una camioneta sin placas. En Ciudad Juárez, en Batopilas y en Guadalupe y Calvo fueron ultimadas cinco personas más, la cuota de Chihuahua a la violencia del lunes.
A primera hora del martes en Acapulco cayeron dos víctimas más. En ese puerto, y en otros lugares, la delincuencia se ha cebado sobre personas e instalaciones policiacas, en un claro e insolente desafío. Es como si los atacantes tuvieran plena conciencia de su superioridad, de que pueden agredir sin riesgo de ser detenidos y castigados.
Son como el bravucón de barriada que desde su corpulencia abofetea a quienes tienen cuerpo de alfeñique y le espetan además del golpe un insulto. En junio pasado se inició la operación México Seguro, cuyas primeras acciones se destinaron a impedir la efusión de sangre y los secuestros en Nuevo Laredo.
Ocho meses después, ni en esa plaza ni en otras (Acapulco, por ejemplo) esa iniciativa de movilización de Fuerzas federales puede declararse victoriosa. El asalto al diario El mañana, y las graves lesiones al reportero Jaime Orozco Tay (todavía grave, diez días después de ser baleado) es un indicio del carácter inocuo de aquella operación, más destinada a generar información propagandística que a enfrentar realmente al crimen organizado.
No sólo ineficacia y derrotismo caracterizan a la autoridad en esta materia. Ha caído también en la frivolidad irresponsable. Con cachaza que debería ser inadmisible, el director de la presuntuosa Agencia Federal de Investigación (AFI), admitió que la captura de unos secuestradores y el rescate de sus víctimas, en diciembre pasado, ocurrió dos veces, uno en la vida real y otro, con variaciones para mayor espectacularidad, ante las cámaras de televisión.
Con irresponsabilidad timorata, aseguró que lo hizo a pedido de los reporteros o de una empresa televisora. Por la maniobra en sí misma, y por la desvergüenza con que lo admite, el director de la AFI debiera ser despedido o él mismo presentar su renuncia.
Pero malamente puede esperarse esa reacción de autoridades que incumplen relevantes órdenes de aprehensión y deben ser auxiliadas por familiares de las víctimas en la localización de delincuentes que la AFI se mostró incapaz de hallar.
Ese es el caso de la señora María Isabel Miranda de Wallace, cuyo hijo Hugo Alberto fue secuestrado en julio pasado y asesinado en fecha posterior. Ella realizó pesquisas que la indolencia oficial rehusó hacer, localizó a los verdugos de su hijo y logró hacerlos detener.
Además, prestó un servicio a otros deudos, colocando en carteleras espectaculares la fotografía de César Freire, secuestrador de Hugo Alberto para que sea identificado y se multipliquen los cargos en su contra. Y no obstante haberla solicitado, carece de escolta que la proteja.