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Desaparición de poderes/Sobraviso

René Delgado

Desde hace semanas desaparecieron los poderes en Oaxaca -notoriamente, el Poder Ejecutivo encarnado por Ulises Ruiz- y, sin embargo, el presidente de la República, el secretario de Gobernación, los senadores, los gobernadores, la dirigencia del PRI y, en primerísimo lugar, Ulises Ruiz niegan lo evidente.

Dicen que Ulises Ruiz sí existe, que no es un fantasma. Más de 120 días lleva el conflicto que ha quebrado a la capital de esa entidad y, aun así, los actores de poder han resuelto hacerse de la ‘vista gorda’ frente a lo evidente. Lo hacen por una simple razón: políticamente ni al PRI ni al PAN les conviene deponer al gobernador Ulises Ruiz porque eso obligaría a convocar a elecciones y, por lo pronto, no quieren abrir la puerta a la posibilidad de que el PRD se haga de esa plaza.

No quieren tampoco deponerlo porque si establecen el precedente de que una movilización popular puede deponer a un gobernante, quién sabe qué podría ocurrir en estos días tan agitados. Ante tal circunstancia, su enorme sabiduría y talento político los ha hecho echar al cesto de la basura el sacrosanto Estado de Derecho y reponer el doble discurso, la doble vara, la doble moral frente al problema. Quién sabe qué habrán hecho los oaxaqueños, pero la República está en su contra.

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La tragedia de los oaxaqueños no sólo los arrastra a ellos, arrastra al resto del país porque ahí queda en evidencia que el Estado de Derecho es, simplemente, un recurso válido cuando así conviene a los poderes establecidos. Cuando no es así, el Estado de Derecho es algo accesorio, un ingrediente prescindible. La compleja y cuestionada elección presidencial no dejó lección alguna: el doble discurso frente al Estado de Derecho es el hábitat natural de nuestros políticos, sean del color que sean.

En Oaxaca, los Poderes de la Unión -en particular el Ejecutivo y el Legislativo- confirman eso: el Estado de Derecho hay que hacerlo valer cuando conviene y se puede; cuando no, no. Si Andrés Manuel López Obrador provocó un escándalo al decir a las puertas del Tribunal Electoral, “al diablo con sus instituciones”; la élite política del PRI y el PAN, sin decir ni pío, sencillamente mandó al diablo las instituciones a las puertas de Oaxaca. Error tras error, esa élite exhibe su pobreza política. El gobernador día tras día demuestra que se le puede denominar de cualquier forma, menos gobernador, y ha sentado la sede de su Gobierno en los restoranes de los hoteles de Polanco.

El secretario de Gobernación ha puesto en práctica la firme indecisión del Gobierno al que pertenece: a veces, no interviene en Oaxaca argumentando profundísimo respeto por el federalismo y, a veces, interviene al estilo de su antecesor estableciendo mesas que sirven para todo menos para negociar. El presidente de la República dice que lo de Oaxaca es un asunto estatal pero, en Nueva York, explica que no hace uso legítimo de la Fuerza pública porque, según su dicho, no forma parte de nuestra cultura política.

Los senadores de la República están casi decididos a integrar una Comisión para saber qué pasa allá. La Conago apoya a su colega el gobernador Ruiz, extendiéndole un certificado de impunidad y la dirección del PRI pide a gritos disfrazados reprimir a los revoltosos. Y eso que México ya es otro, ya no es como antes. ¿Con qué cara puede venir a hablar de la importancia del Estado de Derecho, si en Oaxaca reina el caos con el beneplácito de quienes deberían salvaguardar las instituciones y el derecho?

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El cinismo con que autoridades y representantes federales y estatales se han comportado frente al problema en Oaxaca no tiene límites. Ulises Ruiz, de acuerdo con fuentes de Gobernación, está empeñado en involucrar al Gobierno Federal en el conflicto por una simple razón: sabe que es más fácil que salve su cabeza en la confrontación que en la mesa de negociación. Esa pretensión del oaxaqueño supone, desde luego, el uso de la Fuerza pública, misma que el Gobierno Federal se resiste a emplear por los costos políticos que representa pero asegura que, antes del primero de diciembre, o sea, en menos de 70 días, quedará resuelto el problema. De ahí que Gobernación haya endosado al Senado de la República la posibilidad de desaparecer los poderes.

La endosó, pero con la atenta súplica de no desaparecerlos. Y es que en el fondo no quiere que los senadores se inclinen por ella, porque sabe que, si Ulises Ruiz se va, tendría que convocarse a elecciones para designar a un nuevo gobernador y obviamente, no quiere abrirle esa oportunidad al perredismo que, de pronto, podría quedarse con la plaza. El punto fino de la negociación política, donde evidentemente el sacrificado es el Estado de Derecho, es que Ulises Ruiz pida licencia para nombrar un encargado del despacho, sin necesidad de convocar a elección alguna.

Esa licencia se renovaría tantas veces como fuera necesario, hasta que Ruiz cumpliera en ausencia tres años en el Gobierno oaxaqueño para, entonces, de acuerdo con la Constitución local, nombrar un gobernador interino que terminara ese sexenio. Se evitaría, así, convocar a elecciones; se le garantizaría al PRI conservar la plaza, no sin ablandarlo en negociaciones paralelas relacionadas con el Gobierno de Felipe Calderón; se impediría que el PRD se pudiera quedar con la plaza a través de una nueva elección; y, sobre todo, no se sentaría el precedente de que la Fuerza social a veces derroca gobernantes.

Los únicos sacrificados en esa operación serían dos: uno, el Estado de Derecho que nomás no existe en Oaxaca y, dos, los propios oaxaqueños que desde hace 120 días han visto secuestrada la capital de su entidad.

Pero, en la lógica del doble discurso, ese precio se puede pagar. Qué importa hacer a un lado el Estado de Derecho, qué importan los oaxaqueños.

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Plantear de forma tan descarnada el fondo del doble discurso con que se desenvuelven los gobiernos federal y estatal de Oaxaca frente al conflicto, no supone darle un voto de apoyo al movimiento desatado por el magisterio de esa entidad que trae, por compañero de viaje, a la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. Nada de eso. En realidad, ese problema data de hace veintitantos años cuando el entonces gobernador Heladio Ramírez hizo frente a la fuerza del movimiento magisterial, rindiendo la plaza.

Como no podía con ella, la sumó. Le dio entrada a puestos de la Administración y, de ahí en adelante, ni mencionar a José Murat, la política frente al magisterio fue un asunto de dinero y de prebendas. Pero más allá de la perversión con que se encaró desde entonces ese problema, están los gobiernos de Ulises Ruiz y José Murat que hicieron del conflicto una forma de Gobierno; de la impunidad, un estilo personal; del cinismo, un acto de civismo y, así, por esa vía, fueron atizando el malestar social hasta llegar al punto en que se encuentra.

La realidad en Oaxaca reclama ahora una sacudida si se quiere que esa entidad deje de ser un Estado de impunidad para aspirar en serio a integrar un Estado de Derecho. Por lo pronto, hay que decirles a los oaxaqueños que en verdad creen y quieren a su tierra que no toda la República está en contra de ellos.

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