Lo que inició como una jornada histórica por la copiosa y civilizada participación de los ciudadanos, ha degenerado en un bombardeo de sospechas, por una parte, y de exagerado triunfalismo, por otra.
De acuerdo con el conteo distrital del miércoles y jueves pasados, el abanderado de Acción Nacional, Felipe Calderón Hinojosa, habría obtenido el triunfo en la elección presidencial más competida de la historia de México, sobre su contrincante Andrés Manuel López Obrador, de la coalición Por el Bien de Todos, por una mínima diferencia de 0.58 por ciento, es decir, apenas 243 mil 934 votos.
A los panistas les bastó este resultado para celebrar y proclamar a su candidato como el futuro presidente de México, no obstante que todavía falta que, como establece la Ley, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación dictamine oficialmente quién es el ganador de los comicios, cosa que podría tardar hasta dos meses, sin olvidar que, aunque remota, existe la posibilidad de que la elección sea anulada. Dada la situación, en estos momentos, la prudencia de quien está arriba es mucho más recomendable que la ansiedad por el festejo y la precipitación triunfalista.
Para los perredistas, la derrota es simplemente inaceptable. El hecho de que López Obrador no haya obtenido la victoria que desde hace meses esperaban tiene como única explicación un sofisticado fraude, denuncia cuyas pruebas hoy aún no son del todo claras y contundentes. Más allá de gritar repetidas veces que les robaron la elección y descalificar de antemano al IFE, lo que importa es la argumentación que tengan para impugnar por la vía legal el proceso. Para quien está inconforme con el resultado, la reflexión y la autocrítica son más útiles hoy que la acusación fácil e irresponsable y la exaltación del sentimiento del martirio.
Si no puede decirse que el proceso iniciado el pasado dos de julio haya estado plagado de anomalías, tampoco es posible afirmar que se desarrolló con absoluta pulcritud, ninguna elección es completamente limpia. Si hubo irregularidades suficientes para sostener la tesis de que se cometió fraude, es obligación de Andrés Manuel y su gente comprobarlo con argumentos convincentes. Si el triunfo del PAN se dio con toda legalidad, Felipe y sus seguidores deben ser los primeros en promover que todas las sospechas se disipen.
Por el bienestar de México y el futuro de la democracia, todas las dudas sobre los comicios tienen que ser despejadas, para que la dificilísima labor del próximo presidente (quien fuere) inicie con la certidumbre de la legalidad y la legitimidad de su designación.