Luego de su efímera candidatura presidencial, Víctor González Torres, el Dr. Simi, aseguró que demandaría penalmente a Patricia Mercado por los delitos de difamación y calumnia. Se queja de que la abanderada del Partido Alternativa lo insultó al asegurar que había intentado comprar la candidatura por 50 millones de pesos, además de que lo había criticado porque hablaba mal y era mujeriego. De pasada amenazó con llevar a tribunales a todos los periodistas y comunicadores que se habían referido a él de manera despectiva.
Más allá de los problemas del señor González Torres, entre los cuales sus limitaciones fonéticas no son las de menor envergadura, destaca esta propensión reciente de algunos personajes poderosos a llevar a la cárcel a sus detractores. Como es sabido, Kamel Nacif, llamado el “Rey de la Mezclilla”, encarceló recientemente a la periodista Lydia Cacho por el delito de difamación, luego de la publicación de un libro sobre el pederasta Succar Kuri.
Independientemente de la veracidad o la falsedad de las críticas de las que han sido objeto González Torres o Kamel Nacif, llama la atención esta inclinación de los hombres de poder a suprimir a su rival de manera absoluta y definitiva, o por lo menos a recurrir a lo más parecido a una eliminación física: el confinamiento. Es una manera expedita de terminar una polémica y suprimir una disidencia. Equivale al viejo expediente del niño rico que incauta el balón y termina con el juego cuando el resultado comienza a resultarle adverso. No es una comparación forzada: los hombres poderosos están acostumbrados a ver a los tribunales como una extensión de su voluntad.
En la larga trayectoria empresarial de González Torres o de Kamel Nacif los pleitos en los tribunales no son más que una estrategia más de negocios. Forma parte de los instrumentos con los cuales van por la vida abriendo y cerrando empresas y contratos, haciéndose de licitaciones, mejorando márgenes de operación. Los mexicanos “de a pie” sabemos que son nulas las posibilidades de lograr un triunfo en contra de un millonario amigo de jueces y patrón de abogados influyentes. Recibir una amenaza de parte de un poderoso equivale prácticamente a una sentencia.
Quizá por ello, cuando incursionan en asuntos públicos estos empresarios suelen recurrir a la justicia como un recurso instrumental, a diferencia del resto de los mortales, que acuden a ella como última opción. Sin embargo, y por fortuna, cuando Víctor González Torres denuncie penalmente a rivales políticos y periodistas encontrará lo mismo que Kamel Nacif enfrentó al encarcelar a Lydia Cacho: el repudio de la opinión pública. Ambos descubrirán que la estrategia que ha resultado tan efectiva en el ámbito de lo privado, no opera igual en espacios públicos. El uso personal y abusivo de la justicia sólo puede darse en la privacidad de la penumbra que la oculta. El tráfico de influencias es como los mosquitos por la noche: se paralizan con la luz, se reactivan en la oscuridad.
La acusación por difamación es un delito “políticamente incorrecto”, en desuso, aunque ellos lo ignoren. Los estatutos sobre derechos humanos de las Naciones Unidas y de la OEA, establecen que los delitos por calumnia o por difamación sólo pueden ser sancionados con penalidades civiles, no carcelarias, por tratarse de delitos de opinión. Se supone que nadie debería ser encarcelado por sus opiniones.
México ha suscrito los tratados internacionales que buscan proteger la libertad de expresión. En uno de ellos (La Declaración Conjunta sobre los Mecanismos Internacionales para la Promoción de la Libertad de Expresión, de la ONU y la OEA), se establece que: “Los trabajadores de los medios de comunicación que investigan casos de corrupción o actuaciones indebidas no deben ser blanco de acoso judicial u otro tipo de hostigamiento como represalia por su trabajo”.
El hecho de que en los códigos penales de todo el país persistan sanciones carcelarias por el delito de difamación abre un aparente vacío legal, porque está en contradicción con los tratados internacionales que México ha suscrito. Sin embargo, la jurisprudencia vigente establece que cuando se produce una colisión o contradicción entre ambos derechos (el de la libertad de expresión y el respeto a la reputación), el de la información goza de una posición preferente.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha establecido lo siguiente respecto de la jerarquía de las normas en el ordenamiento jurídico mexicano: “los tratados internacionales se encuentran en un segundo plano inmediatamente debajo de la Constitución y por encima del derecho federal y local (es decir, los códigos penales). Esta interpretación del Artículo 133 constitucional deriva de los compromisos internacionales asumidos por el Estado Mexicano en su conjunto y comprometen a todas las autoridades frente a la comunidad internacional” (Diario Oficial dos de enero, de 1992).
Por todo ello, salvo en el estado de Puebla que dio curso a la aprehensión de Lydia Cacho, hace tiempo que no se encarcela a algún periodista por motivos de difamación. Ni siquiera Marta Sahagún, desde el poder de la Presidencia, se atrevió a demandar penalmente a Olga Wornart.
Es evidente que las personas tienen derecho a proteger el honor y su reputación frente a los excesos de la prensa. Pero también es obvio que la libertad de prensa constituye uno de los pilares esenciales de una sociedad democrática, y que el público tiene derecho a informarse de todo aquello que resulte relevante para una vida social más sana. Los hombres de poder como González Torres o Kamel Nacif deben saber que en asuntos en que la información es de interés público, no pueden hacer un uso privado de la justicia como lo han hecho en el ámbito de sus negocios. No pueden llevarse el balón cuando el marcador les sea adverso, ni suprimir a su adversario cuando se quedan sin argumentos. Salvo, claro, que lo intenten en Puebla.
(jzepeda52@aol.com)