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Disenso del paseo

Jesús Silva-Herzog Márquez

Frente a quienes ven el futuro como una horrenda e inevitable desgracia, hay otros que lo ven como la continuación de un paseo feliz. Su interpretación del pasado reciente es rosa: un país que fundó la democracia hace seis años tras décadas de oscuridad, se coloca en ruta decidida hacia la modernidad. Los radiantes presumen la popularidad del presidente saliente, las cifras del combate a la pobreza, la estabilidad. Presumen, sobre todo, la ausencia de una crisis económica. El país va bien, dicen con una amplia sonrisa en los labios. Todo camina sobre ruedas. Tienen un buen arsenal de negaciones para los problemas del país: son menores, están en los márgenes de la política, son transitorios; están en la imaginación de los pesimistas. Ése es, según los paseantes, el origen de la mayor parte de nuestras dificultades: la incapacidad de los críticos para reconocer los avances de México.

El futuro Gobierno no llegará a pasear. Es cierto que tiene, en términos institucionales, una base política nada despreciable. Sus respaldos legislativos son insuficientes para gobernar con aplanadora, pero lo colocan en condición favorable para impulsar algunas de sus reformas esenciales. Es cierto también que el futuro presidente conoce la maquinaria parlamentaria y partidista y que tiene un trazo sensato para construir un Gobierno con mayoría. Pero los problemas esenciales del Gobierno que viene no estarán en esa pista. No estarán en el espacio del legislativo ni en el terreno de los partidos. Aún el Gobierno legislativamente más fuerte sería hoy el Gobierno que conduce una carreta sin ruedas. Lo sería porque la estructura del Estado, ese basamento en el que se levantan las asambleas y los ministerios; los partidos y las leyes, está en condición deplorable. El Gobierno de Vicente Fox no hizo más que profundizar una crisis que viene de tiempo atrás: el debilitamiento de la estructura de la legalidad.

La crisis institucional del país es doble. La primera está en la superficie: consiste en la dificultad de construir decisiones dentro de la estructura pluralista. Nuestra democracia disfuncional ha sabido limitar el poder presidencial pero no ha sabido moderar los poderes fácticos ni ha sabido tampoco ensamblar las diferencias para llegar a acuerdos básicos. Nuestro pluralismo empieza a mancharse con el descrédito de la impotencia. No dudo que el nuevo Gobierno tenga un buen diagnóstico de las trabas institucionales y de las maneras para desatascar la máquina del Gobierno constitucional. Lo que me parece más complejo es la confrontación con el segundo nivel de nuestra crisis institucional. Me refiero a la extrema debilidad del poder público frente a sus amenazas cotidianas. Tenemos una estructura estatal palmariamente incapaz de enfrentar a la delincuencia organizada, incapaz de encarar una rebeldía social que traspasa frecuentemente los contornos de la legalidad, inepto para alentar una transformación saludable de los poderosos núcleos corporativos.

No es difícil imaginarse un Gobierno de Calderón ducho en la gestión parlamentaria. Resulta mucho más complicado imaginarlo competente en el enfrentamiento de los capos y la negociación con los líderes sociales que han identificado bien las nuevas fragilidades del poder público. La crisis de Estado que estamos viviendo no es una trivial acumulación de recortes de nota roja. No se trata de una secuencia de anécdotas macabras: estamos viviendo el peor embate de la delincuencia del que tengamos memoria, una amenaza que lo pone todo en peligro. El México del narcotráfico vive una verdadera guerra. El índice de muertes que hemos presenciado en los últimos meses pertenece auténticamente al mundo de las confrontaciones bélicas. ¿Tiene el Gobierno entrante un diagnóstico crudo y realista de la dimensión del problema? ¿Tiene estrategias para lidiar con el enemigo? ¿Está dispuesto a pagar los costos?

La negociación política no puede ser exclusivamente parlamentaria. Está, desde luego, en la órbita de las instituciones formales, pero también está en el entendimiento con intereses sociales que suelen expresarse con extraños modales. El futuro Gobierno encontrará una buena cantidad de interlocutores que no pretende renunciar a sus privilegios. Me refiero a grandes empresarios y a sindicatos, a líderes sociales y a grandes potentados. Si la Presidencia que viene quiere dar muestras de ser Gobierno autónomo, tendrá que encarar con firmeza esta serie de demandas. El panismo, desde que llegó al poder federal hace seis años, no ha tenido ninguna respuesta frente a estos temas. En el discurso ha sido ingenuo; en la práctica ha sido cínico. Proclama su respeto a la autonomía de las organizaciones sociales, pero en los hechos consagra el dominio de los viejos cacicazgos. Y frente a los grandes poderes empresariales que se mantienen ajenos a los rigores de la competencia, simplemente calla.

Si existe, se equivoca el que piense que el Gobierno de Felipe Calderón será una excursión tranquila. Se equivoca también quien imagine que el peligro más serio será su antiguo adversario. El señor de la bandita de tres colores y todos sus seguidores se empeñarán en fastidiarlo diariamente, pero los verdaderos desafíos son otros: la delincuencia organizada, el corporativismo sin contenciones, la violencia social y política. El gran reto de Calderón no será reformar las instituciones sino rehabilitar al Estado.

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