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Divulgar no es delinquir/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

En un programa semanal del Canal de las estrellas (cuyo espacio se ofrece a clientes como el Gobierno mexiquense para lo que guste y mande, como parte de un paquete publicitario), Carmen Aristegui y Denise Maerker fueron sentadas en el banquillo de las acusadas pues se les hizo admitir la ilegalidad de difundir grabaciones obtenidas mediante intervención de líneas telefónicas.

El tema era, naturalmente, la trama urdida por Kamel Nacif con varios de sus interlocutores, incluido el gobernador de Puebla Mario Marín, para inhibir, intimidar, castigar y eventualmente silenciar a Lydia Cacho.

Cobra interés adicional por el conocimiento público de otra maniobra, tejida a través de llamadas telefónicas que ponen de manifiesto el papel central de Televisa en la construcción de un falso consenso en torno a la reforma de las Leyes de telecomunicaciones y de radio y televisión que está en curso en el Senado. Al publicar la transcripción de algunas conversaciones al respecto, el diario El Universal quedaría expuesto, como antes La Jornada, Carmen Aristegui, Denise Maerker y cuantos difundieron las charlas de Nacif, a un proceso penal.

El supuesto es falso. La divulgación periodística de conversaciones no está penada, aunque haya la apariencia de lo contrario, o aunque una interpretación mecánica de los textos legales así lo sugiera. El título y el capítulo del código penal federal, donde se incluyen los Artículos presuntamente aplicables a esos casos, dan la primera clave para saber que los periodistas no delinquen al hacer públicos contenidos de conversaciones grabadas legal o ilegalmente.

Se habla en esos apartados de la Ley penal de “revelación de secretos”. Esa es la conducta que se tipifica y se sanciona, la de revelar secretos. Hay una contradicción en los términos al tratar de aplicar esa definición legal, pues la naturaleza misma de los medios de información es justamente publicar, no mantener en secreto nada de lo que tengan conocimiento.

Al contrario, un periodista faltaría a su deber (incluso con responsabilidades de carácter laboral si su obligación a cambio de un salario consiste en la búsqueda de informaciones) si no difunde aquello de lo que tenga conocimiento. Pretender penarlo equivale a sancionar a un torero por infringir Leyes y reglamentos sobre el maltrato a los animales. La tarea de matador se rige por una normatividad específica que permite lo que en otras situaciones se prohíbe.

El capítulo relativo a la revelación de secretos incluía sólo dos Artículos, los números 210 y 211 y hace no mucho tiempo se le agregó un tercero, cuyo carácter de pegote queda patente porque se le puso 211 bis para no alterar la numeración general. El primero de esos Artículos se refiere al tipo básico de la revelación de secretos, que el legislador consideró no lesiva en exceso de los intereses generales, pues reformó el texto original, que incluía una pena alternativa, de multa o de prisión, de hasta cincuenta pesos o hasta un año, por una todavía más leve.

Actualmente el 210 es uno de los pocos que no establece la privación de la libertad (en una tendencia que debería acentuarse y ampliarse) sino la prestación de jornadas de trabajo a favor de la comunidad, de treinta a doscientas en este caso. Se hace acreedor a esa pena quien “sin causa justa, con perjuicio de alguien y sin consentimiento del que pueda resultar perjudicado, revele algún secreto o comunicación reservada que conoce o ha recibido con motivo de su empleo, cargo o puesto”.

Aparte las nociones de causa justa directamente derivadas de la Ley, la doctrina (Eugenio Florián, citado por los doctores Carrancá y Trujillo y Carrancá y Rivas) acepta que lo es, la que se cree justa “según la moral social o en servicio de un alto interés público”.

El Artículo 211 contiene una sanción agravada (que incluye prisión hasta por cinco años, multa hasta por 500 pesos y suspensión profesional hasta por un año) a la revelación hecha por “persona que preste servicios profesionales o técnicos, o por funcionario o empleado público, o cuando el secreto revelado o publicado sea de carácter industrial”.

El Artículo 211 bis es el que se alega contra la difusión periodística y se aplica a quien “revele, divulgue o utilice indebidamente o en perjuicio de otro, información o imágenes obtenidas en una intervención de comunicación privada”. La sanción es hasta de doce años de prisión y hasta de seiscientos días multa, y a ella quedarían expuestos los periodistas, de no ser por la salvedad establecida por el adverbio indebidamente.

Los profesionales de la comunicación no tienen el deber de callar, no actúan debidamente si lo hacen y por lo tanto no despliegan la actitud contraria, indebidamente, cuando cumplen su cometido profesional. Por añadidura, en un territorio social que reclama ser regido por la ética (como complemento y no sustituto del derecho), es de tenerse en cuenta que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al interpretar el alcance del derecho de informar ha establecido que no se lesiona la privacidad cuando se difunden conversaciones interceptadas en el teléfono cuando se obra con motivo del interés público.

Carmen Aristegui y Denise Maerker, creyendo en el supuesto de la ilegalidad de la difusión periodística de materiales obtenidos de ese modo, sostuvieron su firme convicción de anteponer sus principios a la Ley. No tienen que temer, ni ellas ni nadie que así proceda. Es precario nuestro Estado de Derecho, pero no tanto.

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