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Don Emilio Herrera

Patricio de la Fuente G.K.

Para Doña Elvirita,

con inmenso afecto.

Hace algunos años, nuestra casa editora me encomendó la tarea de dialogar con hombres y mujeres destacados dentro del ámbito lagunero. Jamás olvidaré la primera entrevista: fue con Don Emilio Herrera, quien hoy ya no se encuentra presente entre nosotros. Seguramente con motivo de su deceso, muchas serán las semblanzas publicadas haciendo referencia a la vida y obra de dicho personaje. Deseo que estas líneas queden como agradecimiento a un hombre sin paralelos.

Don Emilio fue en esencia, poseedor de una característica muy propia de los grandes: la sencillez. Dicha virtud se reflejaba de múltiples maneras en su proceder; sencillo hacia los demás y, ante todo, dueño de una filosofía práctica que los lectores pudieron siempre apreciar a través de las columnas y colaboraciones semanales que se volvieron espejo y ánimo del acontecer comunitario. Sí, Don Emilio Herrera fue parte de esta casa editora por más de seis décadas. En sus palabras: “simplemente un día llegué y pedí cita con Don Antonio de Juambelz, el director, que por cierto era un señor imponente. ¿A qué viene usted? Pues a entregarle estos escritos -le dije- a ver si son de su agrado”. Y claro, Don Emilio ya no saldría de las páginas de El Siglo de Torreón.

Hombre de múltiples intereses, hizo de todo pues, por lo menos hasta la última vez que lo vi -rondaba los noventa años- jamás perdió el brío ni las ansias. En dicho sentido lo comparo con otro ser inolvidable, el ingeniero Alberto Allegre, pues llevaron el ánimo y las ideas consigo hasta el último minuto sin perder la capacidad de asombro. Don Emilio con frecuencia me comentaba sobre la vida en el primer cuadro de la ciudad y se quejaba de su deterioro. Ser práctico al fin, tenía ideas claras de cómo hacer resurgir esa importante área de Torreón. A pesar de su molestia al respecto -expresada con ésa característica humildad- diariamente emprendía largas caminatas, quizás como remembranza de lo que muchos denominan como “aquél Torreón”. Cabe destacar que si alguien fue “lagunero de hueso colorado”, ése fue Don Emilio.

Nunca escuché a nadie referirse mal sobre su persona; tampoco él señalaba con términos despectivos a sus semejantes, por ende, la buena fama que lo marcaría a lo largo del tiempo. Hombre de amigos, era amante de la buena charla y no perdonaba su “copita de coñac”. A nuestro periódico acudía religiosamente a entregar sus artículos, los que redactaba en una vieja pero efectiva máquina de escribir, de “ésas viejitas”. Dichos escritos siempre fueron impecables.

Don Emilio usualmente vestía guayabera y llevaba anudados vivos pañuelos y paliacates que acentuaban más aún su jovialidad. (En eso de los pañuelos lo imité algún tiempo pero creo me faltaba la estampa que confieren los años).

Enamorado del amor: durante una charla le pregunté sobre las mujeres y me dijo que la más bella dama con la que se había encontrado “fue en un elevador de un hotel en Acapulco y literalmente ni abrí la boca”. Don Emilio Herrera seguramente no perdonaba el paso de las guapas, sin embargo, su único amor, el verdadero impulso para seguir avante, lo encontró en su adorada Elvira. Quiero destacar que pocas veces he visto a una pareja que hiciera un binomio tan completo y perfecto.

Cuando lo fui a entrevistar quedé impresionado por su morada. No estoy hablando en términos de lujo ni parámetros dimensionales. Era una casa vieja que destilaba frescura; era un rincón íntimo que al mismo tiempo invitaba al amigo; era silente testigo de los gustos, obsesiones y misterios propios de las moradas con carácter y de quienes habitan en ellas. La biblioteca plagada de volúmenes me dejó atónito y mudo también la presencia de esculturas en todas sus dimensiones de El Quijote. Sí, el quijote soñador que lucha contra viento y marea y sigue pleno a pesar de todo. También así era Don Emilio: enfrentó múltiples vendavales pero jamás fue vencido por muy fuerte que fuese el huracán.

Recibí de Don Emilio una gran enseñanza, aquella que destaca a la felicidad como un sueño alcanzable si somos capaces de fijarnos en los detalles o pequeñeces que tan torpemente ignoramos ocupados en vivir.

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