Las palabras de Lino Korrodi, antes íntimo amigo de Fox, quedan para la historia: ?De Vicente no esperes que surja un estadista, es lo que es y punto, no hay más?. Tal aseveración la hizo Korrodi hace varios años, si mal no recuerdo fue ya bien entrado el segundo año del sexenio, época en la cual había concluido la luna de miel que a cualquier gobernante le es concedida por el electorado. Para aquel entonces, los medios de comunicación lanzaban mordaces críticas al primer mandatario pues el optimismo y las cifras alegres no coincidían con la realidad.
Vicente Fox comienza su Gobierno con grandes bríos y grandes promesas; sin embargo, al poco tiempo fue notorio el desinterés del guanajuatense en cuanto a la ?realpolitik? se refiere, destacando el hecho de que su Gabinete se encontraba notoriamente descoordinado. Si hablamos del estrepitoso fracaso para aprobar las reformas estructurales, es menester señalar que aunque el Congreso comparte mucha culpa, la incapacidad del Ejecutivo por tender líneas de comunicación efectivas con el Legislativo mucho contribuyó en que hasta la fecha dichas reformas pendan de un hilo.
La saliente Administración enfatizó -hasta el cansancio- que no habría abusos, pues éstos no eran propios dentro de un sistema democrático. La sola idea de represión era para el guanajuatense sinónimo de aquel PRI autoritario y el presidencialismo todopoderoso, y además los fantasmas de Tlatelolco aún pesaban en el ánimo colectivo. Quizá por ello Vicente Fox buscó distanciarse de prácticas arcaicas y trató de promover el acuerdo entre todos los actores.
Pero la realidad fue otra: hubo poco diálogo y mucha parálisis. Fox fue incapaz de dar solución a asuntos de primera línea, pues no pudo o no quiso tomar al toro por los cuernos. Probablemente el ejemplo más visible sea la construcción del nuevo aeropuerto capitalino: el Gobierno se vio atado de manos frente a un grupo de macheteros cuya ?súbita y oportuna? aparición sembró dudas sobre cuál era su motivación ulterior y, sobre todo, quién y con qué fin los estaban financiando. Lo de Atenco no fue obra de la casualidad; ahí le tomaron la medida al presidente: cualquier cosa lo doblaba.
Los estilos de Gobierno se confrontan. Andrés Manuel López Obrador tomó decisiones -por la vía de la legalidad u olvidándose de la Ley cuando le era conveniente- mientras Fox se caracterizó por titubear, casi siempre, frente a conflictos de carácter político. Ojo: aquí no estamos justificando al Peje del Grijalva, simplemente se utiliza el ejemplo con el fin de señalar ciertas disparidades. Andrés Manuel capitalizó a su favor tan cuestionable forma de mando mientras Vicente Fox perdió puntos frente a muchos de sus simpatizantes.
Todavía no llega el momento de hacer una evaluación integral del foxismo, pues aunque quedan escasas semanas para que concluya el sexenio, aún existen asuntos sin visos de solución. El problema de Oaxaca es una bomba de tiempo: claro síntoma del descontento social, las divisiones y el corporativismo de siempre. Los integrantes de la APPO tienen secuestrada la capital del estado y sus actos vandálicos afectan seriamente a la población: pérdidas económicas incalculables, detrimento del patrimonio artístico y cultural y, lo más importante, miles de niños sin posibilidad de acceder a una educación de calidad, son tan sólo una parte del saldo negativo que va en aumento conforme pasan los días.
Así como en el Distrito Federal el descontento de unos cuantos trastocó con severidad la vida de millones, en Oaxaca pasa lo mismo sin que nadie haga gran cosa. Las mesas de diálogo instaladas en la Secretaría de Gobernación han arrojado escasos o nulos resultados. El Gobierno Federal se encuentra obligado a cuidar que las garantías individuales se respeten, aunque parece ser que la indefinición -símbolo característico del Gobierno del Cambio- al final terminará prevaleciendo.
Muchos afirman que la entrada de la Fuerza pública a Oaxaca significa un enfrentamiento sin precedentes que únicamente lograría el derramamiento de sangre, por ello piensan que la solución al conflicto debe recaer en el uso de la razón. Otros optan por una intervención federal que busque restituir el orden. Sin duda nos encontramos ante una disyuntiva muy delicada.
Es entendible que el presidente Fox no quiera concluir su gestión con las manos manchadas de sangre. Todos los gobernantes piensan en términos de su legado y lugar en la historia, de ahí la conveniencia de una transición lo más tranquila posible. Lo anterior no debe traducirse en una conducta timorata, tibia.
Como presidente, Fox es moralmente responsable de entregarle a Felipe Calderón las riendas de un país en paz. Resultaría penoso que nuestro presidente electo comenzara su Gobierno con una bomba de tiempo llamada Oaxaca.
¡Ya chole con echarse para atrás!
Recordatorio
El uso de la Fuerza pública es deber y prerrogativa de la autoridad frente a escenarios donde no existan condiciones de gobernabilidad.