En estos momentos en que ya terminó una álgida campaña electoral donde los insultos, las agresiones entre contendientes y sus respectivos partidos políticos y las desacreditaciones a la labor del Gobierno Federal, o el Congreso de la Unión, o los gobiernos locales en los estados en los que hubo también elecciones fueron una constante, conviene plantear la conveniencia de construir un México futuro mejor, sobre la base de poner el énfasis en una adecuada educación por y para la paz.
Ahora bien esa educación formal por la paz, puede acabar sonando a romántica e idealista manera de plantear excelsos ideales nacionales y hasta metafísicos.
Hace poco veía una película donde se hacía una cierta mofa a los concursos de belleza femenina y justamente uno de los motivos de ese sarcasmo incidía precisamente en el hecho de que todo discurso pronunciado por las bellas aspirantes a ceñirse la corona de la hermosura debía contener una referencia obligada a la paz mundial.
De ese modo plantear programas de estudio donde el objetivo metodológico pudiera ser del tenor siguiente: “Se procurará que el alumno al final del curso esté en posibilidades de influir para que se alcance un proceso de paz entre los señores Bush y Bin Laden; o “entre el pueblo palestino y el Estado de Israel”, o entre los partidos políticos mexicanos, por ejemplo, podría acabar siendo sueño hueco, ilusión poco práctica, prédica en el desierto... simple perdedera de tiempo.
La paz en el sentido macro de la palabra se construye mediante los esfuerzos personales para construir la paz interior, por ello la auténtica educación para la paz debe poner el énfasis en el esfuerzo personal por vivir la armonía interior, la tolerancia en el buen sentido de la palabra, que debe conducir al auténtico amor al prójimo.
La paz interior es fruto de un esfuerzo continuo de la persona por luchar en contra de sus propios defectos y a favor de la solidaridad y caridad para con el prójimo, olvidándose de ese egoísmo y de la soberbia que se convierten en el caldo de cultivo propicio para albergar situaciones de encono, de ira no contenida en contra de los semejantes y de agresividades manifiestas que son precisamente las circunstancias que propician, los enfrentamientos y las pugnas interpersonales: semilla pequeña pero eficaz que explica después las guerras entre pueblos.
Decía el beato Juan XXIII en su magnífica encíclica Pacem in Terris, que la paz es fruto consumado de esa lucha interior que cada uno tiene que librar en contra de sus bajas pasiones, de sus apetencias desordenadas, de su egoísmo: La paz no es simple ausencia de guerra, porque si así fuera, los panteones con todos sus sepulcros y las dictaduras autoritarias serían excelentes exponentes de paz. Pero ésa es una ilusoria paz fincada en la inacción, cuando que lo que se requiere es una paz activa: fruto del esfuerzo continuo por ser mejores y más solidarios.