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El destape

Gilberto Serna

Antaño las mujeres eran exageradamente recatadas en cuanto al uso de vestuario. Lo que no quiere decir que ahora no lo sean. Eso ni quepa la menor duda. Las largas faldas ocultaban pudorosas las piernas femeninas, a principios de la centuria pasada, cayendo hasta el huesito, en tanto las blusas adornaban el torso femenino hasta el cuello careciendo de escote que mostrara las exhuberancias de las abuelas. Eran las modas de aquellos primigenios años. Cuando en un descuido, al subir el cordón de la banqueta o al poner el pie en el estribo para subir a un carricoche, las damas ponían al descubierto el tobillo, los caballeros suspiraban hondo y locos de emoción desataban sus más profundas fantasías. Eran años de inocencia. Si en las horas nonas desde el claustro de una vivienda se aguzaba el oído a los ruidos del exterior, se podía escuchar el roce sobre las baldosas de las enaguas que llevaban las mujeres del pueblo, que devotas se dirigían a la cercana iglesia con el pretendido afán de purgar sus pecados. Las campanas tañían lúgubremente como si con el gong gong, del golpear de su badajo, llamaran afligidas a misa de muertos.

Los días caminaron presurosos. Con el paso de los años el borde de las faldas empezó a subir llegando en la segunda mitad del siglo XX a lo que se llamó minifalda que no dejaba nada a la imaginación, desencadenando la lascivia de los hombres. Así mismo, las mujeres dieron el salto a la modernidad apoderándose de los pantalones que pasaron a formar parte importante de su guardarropa. Lo único que se modificó con el tiempo fue que en vez de apoyar el cinturón en la parte tradicional del cuerpo bajó unos centímetros para contornear la cadera. Un paso importante que condujo con el tiempo a la liberación femenina. Los hombres por su lado no accedieron al uso de la falda con la única excepción de los escoceses, la que en realidad forma parte de sus raigambres populares, como la misma gaita. Recordemos a Federico Chopin (1810-1849) que se dejaba arrastrar con el júbilo de las notas de la Polonesa, teniendo a su lado a una mujer que vestía como los hombres de su época, conocida con el nombre masculino de George Sand (1804-1876) que en realidad era el seudónimo de Aurora Dupin, baronesa Dudevant, novelista francesa.

Así como las faldas fueron a parar en un rincón, la moral de nuestras abuelas se la llevaron los vientos pegajosos de la modernidad, dando paso a lo que en España llamaron el destape, en la era post-franquista. El gran público fue despojado de su ingenuidad, candidez y por que no decirlo, de su integridad. La mujer dio un gran salto para romper con la añeja tradición de ser una escopeta, cargada y en un rincón de la casa, cuyas manos olían a lejía y a frituras, no saliendo de la cocina si no para cuidar a los chilpayates y dar los alimentos a su marido. Acá en nuestro país las mujeres se sacudieron el yugo de tener que esperar a su galán que apareciera debajo de su ventana, acompañado de mariachis, para asomarse pudorosas por los visillos. Para eso se abrieron los antros. Accedieron en cambio a las labores burocráticas, irrumpieron en las lides políticas y arribaron a las butacas del poder. De pronto, sin decir agua va, las tenemos en una revista exclusiva para caballeros. Con el rubro en la portada de las tres políticas más sexys de México brincaron a las páginas de una publicación ilustrada, compartiendo con fotos de voluptuosas muchachas semidesnudas, en sugestivas poses, que reclaman la atención libidinosa de quienes se inspiran con esa clase de literatura gráfica.

Esto atrajo la atención de los medios. Las tres aspirantes a ninfas, consideradas en la geometría política como de izquierda, sin el menor prejuicio, hacen constar que pueden alternar sin desdoro con jóvenes que muestran sus encantos en breves prendas. Lucen atractivas, ni que decir, enseñando que pueden cohonestar actividades tan serias, como los asuntos públicos, con la frivolidad de un espectáculo en que se busca desatar las bajas pasiones de quienes acostumbran deleitarse con la visión de cuerpos juveniles. No considero que servir de modelo, dejándose retratar, disminuya un ápice su participación en la cosa pública. Hay una libertad absoluta en esta época que no les impide mostrar sus atributos físicos. Lo hacen sin hipocresías, sin melindres ni falsos puritanismos. Las tres son mujeres de su época que no desentonan con el medio social y político en que se desenvuelven. Quizá lo único reprochable a las tres amazonas vanguardistas es que en vez de aparecer en magazines mesurados, que abordan temas políticos, hayan recurrido para exhibirse a una revista especializada en erotismo, que exalta valores nada recomendables. En fin, no hay que convertirse en un gazmoño, santurrón o rancio para recordar el dicho aquel de dime con quien andas y te diré quien eres.

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