8:00 A.M. He llegado a la casilla que me corresponde. Desperté temprano, como es costumbre desde que los años se me echaron encima. Los viejos suelen dormir poco. Un pajarillo gorjeaba alegre en la finca aledaña. Lo hace así día tras día. Después de leer las noticias en el periódico, bebiendo un aromático café, siguiendo una vieja rutina, procedí a sacudirme la modorra tomando una ducha pensando en acercarme a votar en la casilla instalada a dos cuadras de la casa que habito. Me esperaba la grata sorpresa de encontrar a mis vecinos formando largas filas que avizoraba una afluencia de votantes copiosa. Por años he ido a cumplir con mi deber cívico, llevo haciéndolo desde que en las papeletas aparecía don Adolfo Ruiz Cortines que luego sería presidente. En aquellos fabulosos días, 1952, el PRI se alzaba con carro completo. Todos eran o se decían revolucionarios, la gente de bien nomás no participaba, como justificante a tal conducta se decía que la política era bastante sucia. La política se dejaba a los pelados, término peyorativo con el que se identificaba a los que se dedicaban a ese oficio. La verdad es que aún se oían las detonaciones de las armas de fuego, olía a pólvora y dicen que el miedo no anda en burro.
En el fondo se oía el bullicio de jóvenes mujeres, que con bonhomía y gran tranquilidad ocupaban la larga mesa recibiendo las credenciales, la que después de verificar que sus dueños estaban enlistados, servía para que le entregaran a uno las papeletas sufragando en unas mamparas que no permitían que nadie, que no fuera el propio ciudadano, viera qué círculos eran los de su preferencia. Luego embarrarían el pulgar con una sustancia indeleble. Había a esa hora un ambiente de alegría en los ahí congregados. Mientras la fila avanzaba comprendí a las soldaderas que ocupaban un lugar al lado sus hombres, encaramadas en la parte superior de un carro de ferrocarril en marcha, que utilizaban los rebeldes como medio de transporte, con las faldas descoloridas azotadas por el viento y sus sueños por liberar a las futuras generaciones de mujeres de la marginación, aunque no supieran bien a bien qué era por lo que luchaban. Ahora, en esta contienda, estaban participando en una fiesta cívica conseguida a base de sacrificios de sus antecesoras. En aquel entonces eran las ocupantes de los trenes militares que sembraban el terror en los campos enemigos, ahora vigilaban, con su prestigio bien ganado de decencia, el desarrollo de los comicios.
La muestra palpable de que asistíamos a un encuentro pacífico era que las familias acudían sin ningún temor con los hijos pequeños que se divertían, corriendo de un lado a otro, mientras sus padres formaban filas para cumplir con su obligación de darle un Gobierno a este país. Déjenme decirles que la tarde del viernes estando en casa se escuchó un estruendo al que le siguió un resplandor anaranjado que iluminó el lugar en que me encontraba. En ese momento pensé que era un mal presagio para la jornada cívica que estaba tan próxima, creo, a la luz de los acontecimientos, haber acertado rotundamente. Salí a la calle donde otros lugareños, asustados volteaban su mirada escudriñando el firmamento.
23.00 horas del mismo día. Rask, rask, rask, palabra onomatopéyica con la que indico que me estoy rascando la cabeza, en una clara muestra de que una duda me atosiga o que algo no camina como debiera. El pacto aquel que evitaría que nadie adelantaría vísperas, valió una pura y dos con sal. El candidato del PAN, lo mismo hizo el del PRD, se autoproclamó ganador de la contienda. Llovía a cántaros en la Ciudad de México. Al no dar a conocer lo que se dijo haría el presidente del IFE a las ocho de la noche del día de la votación, me acordé de otros años de comicios para elegir presidente, cuando se arrugó el candidato al que se le escamoteó el triunfo. Era cuando no había democracia. Se cayó el sistema, qué le vamos a hacer, que con bombo y platillo había anunciado el Gobierno permitiría conocer los resultados el mismo día de la elección. Después se quemarían las urnas que contenían las boletas. La voluntad de los ciudadanos se hizo cenizas, escapando por los ventanales del edificio de San Lázaro en enormes volutas de humo negro. La señora que cubre su cabeza con un gorro frigio y usa un largo camisón que le cubre hasta las sandalias, parecería no querer a los mexicanos.