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El día que enloquecieron los buenos propósitos

Carlos Monsiváis

De la sabiduría de la derecha

-Para que el país progrese es necesario que obedezca. Para que el país obedezca, es necesario que se quede como estaba.

-Dios hizo al mundo a su imagen y semejanza. Pero esa demostración no patrocina en modo alguno el ateísmo.

-Dios le dio al hombre el libre albedrío para que se lo devolviera de inmediato aprovechando los buenos oficios de la iglesia.

-Si mi hija perdiera su virginidad antes del matrimonio, me quedaría sin hija; si resultase lesbiana me quedaría sin hija y sin yerno; si me faltase al respeto, me quedaría a la disposición de las autoridades jurando que se me fue el tiro por error.

-La resignación es el premio concedido a los pobres por la misericordia divina; a los ricos, por una razón similar, se les perdona su tranquilidad de espíritu ante la pobreza.

II

Apólogo: el rico que no sabía a quién regalarle su fortuna

Había una vez un rey muy confuso, el único rey que había llegado a través de un proceso electoral, por lo que no era muy bien visto por los otros reyes desconocedores del hecho terrible: o se elegía al rey por sufragio universal o la república caería en manos de la aristocracia (este argumento es, como corresponde, un tanto confuso pero así son los apólogos y este rey en particular). ¿En qué estábamos? ¡Ah! El rey, sustentado en los votos, se enfrentaba a un dilema horripilante: ya oía los pasos terminales en la azotea y necesitaba asegurar la sucesión. No le tocaba para su desgracia heredar a su amigo más querido porque la suya era una monarquía electoral y, por tanto, sólo podía aceptar al candidato que le propusieran. ¿Quién sería? El rey se acababa a ojos vistos, el oxígeno que al nacer le había regalado la naturaleza se evaporaba, sus enemigos ya tenían otros candidatos...

El rey, pálido, melancólico, mandó llamar al último de sus hombres de confianza que no se acordó del día o del lugar de la cita, y a donde llegó se puso a regalar su foto autografiada que, obvio es decirlo, nadie recibió, porque de un objeto tan valioso nadie se desprende. (¿Quién regala una foto autografiada por uno mismo?) Y entonces el rey no tuvo más remedio que esperar a ver quién aceptaba su apoyo (eso pasa luego con los reyes, nadie quiere recibir su ayuda para que no los crean oportunistas o fáciles de engañar, o lo que sea).

A la cita con el rey acudió por equivocación Papamoski, el cortesano más ansioso del reino. Al rey no le caía muy bien Papamoski porque tenía fama de que odiaba el sentido del humor, que era la característica relevante del rey, aficionado a los chistes de final sorpresivo como el siguiente: ?iban en un avión un mexicano, un gringo y un paraguayo. Conversaban sobre cualquier cosa porque ninguno hablaba bien los idiomas de los otros. De pronto fallan los motores del avión, y llega el piloto: señores, estamos a punto de caer, sólo queda un paracaídas y democráticamente lo voy a usar. Y dicho y hecho, abrió la puerta y... los pasajeros se quedaron estupefactos y... ?al llegar a este punto el rey confesaba que se le había olvidado el final, pero todos, digamos que voluntariamente, aseguraban que era el mejor chiste que habían oído en su vida y eso que tenían la televisión prendida todo el tiempo. Se reían uno tras otro menos Papamoski, que exigía saber el desenlace del cuento, por lo que el rey lo odiaba minuciosamente.

Un día, lejano como todos los días, se le impuso al rey la realidad: su candidato debería ser Papamoski. Se detestaban pero los dos tenían algo en común: preferían un hijo muerto que no nacido, por respeto a la cultura de la vida. Así que, sin aceptar la realidad, el rey se disponía a decirle adiós a lo más valioso que había tenido en la vida: su capacidad para dormir todo el día con los ojos abiertos, y Papamoski, el rígido y triste candidato, se lanzó a la campaña. Pero iban pocos a oírlo y los recursos, que eran muchos, no se agotaban, así que Papamoski tenía que seguirle. También hay que decirlo: buena parte del dinero se dilapidaba en los salarios de los encargados de despertar o de llevar a sus casas en calidad de fiambres a los desventurados que habían oído el discurso completo de Papamoski.

Una noche, cercana como todas las noches, se reunió el equipo de mercadólogos y encuestólogos de Papamoski y le dijeron muy enojados: ?Papa, o cambias tu estilo o esto naufraga. Ya no les leas fragmentos del Tratado de todas las épocas históricas que antecedieron a la llegada del hombre sobre la Tierra, ya no regales llamitas del infierno para convocar a los oyentes por el buen camino. (Recuerda que varios se han quemado las manos y te han demandado), ya no vuelvan a soltar eso de que aunque pierdas la campaña eres el único que se irá derechito al reino de los cielos. Necesitamos una nueva estrategia?.

Papamoski se deprimió un buen, y aceptó: su campaña, ya renovada, sería la gran cosa. Lo meditó 24 horas seguidas y concluyó: ?¡Eureka! ¡Aquí está la solución!?. Y en el primer mitin, tan pronto tomó el micrófono, se entusiasmó consigo mismo: vaya que era divertido y gracioso, y lo probaría. Vio al público que, ya prevenido por los otros actos de la campaña, llevaba almohadas y cobertores, y les soltó la neta: ?iban en un avión un mexicano, un gringo y un paraguayo. De pronto fallan los motores y sale el piloto y les dice: ¿a que no saben lo que me encontré? Papel notarial por si quieren hacer su testamento. Y los pasajeros se quedaron hechos la mocha...? Papamoski interrumpió su discurso y con expresión triunfal exclamó: ?Hasta allí me sé del chiste?. Y aguardó el aplauso entusiasta...

Se corrió la voz y los actos de campaña fueron los más jubilosos y convencidos de que se tenía noticia. Todos iban a oír los chistes más malos del universo que, además, carecían de remate. Nadie votó por Papamoski desde luego, pero no le fue mal, tiene ahora un programa de chistes exitosísimo. El chiste del show, si se vale la redundancia, es que los chistes no tienen fin ni principio, y el público convencido de que se encuentra ante un nuevo género de humor, aplaude a rabiar Papamoski, ?el único cómico que ha existido sin la menor relación con el sentido del humor?.

El rey que lo apoyaba murió hace bastante tiempo de un ataque de carcajadas. Ni siquiera él, que no había prestigiado con su gracia un solo chiste en su vida, resistió la comicidad de Papamoski.

El día que enloquecieron los buenos propósitos.

Carlos Monsiváis.

Escritor.

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