El Estado es una corporación encargada de celebrarse. Los extranjeros dicen que tiene como propósito proveer seguridad a los ciudadanos en un territorio. Han escrito libros sobre esta agrupación como una estructura de reglas capaz de instaurar el orden. Los mexicanos, que sabemos poco de preceptos y desconocemos por completo la experiencia de la tranquilidad, sabemos que es una entidad muy eficaz dedicada a adorarse. He leído que un sociólogo alemán lo imaginó como una empresa que lograba ser la única entidad a la que se le permitía ejercer la violencia en un lugar determinado. Le asigna la tarea de ejercer el monopolio de la fuerza legítima. Al parecer, el efecto de esa concentración de poder resulta benéfico a los extranjeros. La curiosa industria del Estado, al condensar fuerza, cuida a aquellos pobladores. A nosotros, cuando oímos el radio, nos protege del peligro de escuchar silencio entre una canción y el anuncio de un coche.
La idea del Estado como una entidad protectora nos resulta francamente extraña. No resulta fácil imaginar una empresa que concentre la fuerza y, mucho más difícil pensar que, al hacerlo, reciba una aceptación generalizada. El ejercicio libre de la violencia es, entre nosotros, un derecho constitutivo de la nacionalidad. Siempre hay motivos que ameritan una bofetada, una ventana rota o el incendio de algún palacio. Son las causas, no las pautas legales, las que justifican en un caso específico el recurso de la fuerza. La libertad de romper las reglas es, en estas tierras, casi absoluta. Sólo una diminuta minoría puede razonablemente arrepentirse de quebrantar la ley. Lejos de encontrar castigo, el infractor logra una infinidad de recompensas. Será por todo eso que aquella idea extranjera del Estado no ha extendido raíces aquí.
Pero que el Estado sea un fracaso como órgano de ordenación colectiva no significa que sus representantes renuncien a la esperanza del reconocimiento. El Estado busca la aprobación de sus contemporáneos pero, al parecer, no pierde el tiempo en afanes imposibles. No se ha propuesto recuperar el espacio público, derrotar la ilegalidad, mejorar sus servicios. Se ha concentrado desde hace años en una tarea más noble: elogiarse. Como el guapo de la leyenda que despreció el amor para abrazarse a sí mismo, el Estado mexicano, desatiende lo primordial para festejarse. El Estado habrá perdido definitivamente aquel monopolio de violencia del que hablan los sociólogos, pero cuenta con un poder crucial en estos tiempos: la chequera para publicitarse.
¿Qué puede ser el Estado para un ciudadano mexicano de principios del siglo XXI? No puede ser la entidad que nos permite salir a la calle con tranquilidad. No es tampoco el órgano que cuida los espacios públicos y que garantiza el cumplimiento de la ley. No aparece tampoco en nuestra experiencia ordinaria como un educador comprometido y eficiente. Pero no es tampoco un desconocido. Para un mexicano de hoy, el Estado es presencia ubicua en el reino de la publicidad. Es cierto, el Estado no vela las ciudades, no vigila las cárceles, no imparte justicia, no ofrece la educación necesaria. Pero se anuncia por doquier. El Estado ha dejado de ser una institución política para convertirse en contratante de publicidad.
Gilles Lipovetsky, uno de los ensayistas que con mayor penetración ha analizado el problema del individualismo contemporáneo, ha colocado al Narciso del mito como el emblema de nuestra era. El autor de La era del vacío, habla del narcisismo como un achaque que golpea a los individuos, a esos átomos aburridos del mundo democrático, pero bien pueden aplicarse sus críticas a un orden político incapaz de cumplir su tarea esencial. Indiferente a las exigencias elementales de la convivencia, el Estado se vuelca sobre sí mismo. Impotente frente a sus adversarios, el Estado se entretiene festejándose. Deja de atender a la ciudadanía para contemplarse al espejo. Incapaz de satisfacer las demandas sociales, se entrega a su propia celebración. El narcisismo, dice Lipovetsky es el imperio del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado. Es la indiferencia por los contenidos; una comunicación sin objetivo ni público donde el emisor se convierte en el principal receptor. Lo importante es que el Estado se anuncia, no lo que dice, ni quien escucha, ni el efecto del mensaje. Por eso resulta irrelevante la desconexión del anuncio y la experiencia. La contradicción entre el espejo del Narciso y la imagen social puede ser grotesca, pero resulta irrelevante para el vanidoso. Seguimos escuchando al Congreso mexicano presentarse ante nosotros como una hermandad que se pone patrióticamente de acuerdo. Irrelevante que los veamos dándose de golpes. Hace unos meses todavía escuchábamos a un Gobierno insinuando que la democracia era un regalo del presidente. A Vicente Fox había que darle las gracias por los favores recibidos. Y la austeridad del nuevo Gobierno podrá disminuir salarios, pero no pretende limitar las erogaciones para la promoción de las vanidades.
Los recursos públicos empleados en el fomento de la ambición. El presidente, los gobernadores, los alcaldes, los diputados, los senadores, podrán tener mil y un desacuerdos pero coinciden en la transferencia de los recursos públicos para promover su imagen personal. Los gobernantes se celebran así entre refrescos y telenovelas. El Estado ausente en las aulas y las banquetas está presente en todos los espacios del radio. El Estado inexistente para los delincuentes resulta ubicuo en los medios de comunicación. Legislaturas van y Legislaturas vienen. Presidentes van y presidentes vienen. El Estado Narciso permanece.