Definitivamente no es fácil establecer vínculos de cualquier índole con un país como Estados Unidos. Toda relación tenderá siempre a la desproporción y, sobre todo, a la incertidumbre. Y es que la política exterior del Gobierno del país más poderoso del orbe es, a los ojos del mundo, contradictoria, y en el oscuro fondo, coherente con intereses completamente disonantes con la retórica usada hasta la saciedad por Washington.
Dos tercios del siglo pasado, la primer potencia mundial entró en guerra con países cuyos regímenes eran considerados totalitarios y serias amenazas a la libertad, la democracia y la paz, banderas preferidas del discurso político norteamericano. Así se combatió el nazismo, el fascismo y el comunismo. No obstante, en el último tercio de la vigésima centuria, las brutales dictaduras militares sudamericanas recibieron apoyo del Gobierno estadounidense para implantarse y exterminar el germen del socialismo que impulsaba revoluciones y transformaciones. Cárcel, tortura y muerte fueron los métodos.
Una vez aniquilados los demonios del siglo XX, surgieron otros enemigos: el terrorismo, el fundamentalismo islámico y ciertos países cuya intención de desarrollar armas nucleares, disgusta a la Casa Blanca. Sin embargo, George W. Bush reparte hoy terror en Afganistán e Irak, asegura atender a una misión divina y se niega a reducir su capacidad de destrucción masiva, por mucho, la más grande del planeta.
Desde hace décadas, Cuba padece los estragos de un embargo comercial decretado por Estados Unidos bajo el argumento de que el régimen de Fidel Castro viola los derechos humanos y atenta contra la democracia y la libertad. No obstante, Washington comete abusos contra los presos en Guantánamo y los prisioneros iraquíes e impide al escritor y periodista norteamericano William Blum, autor del libro Asesinando la Esperanza, asistir a la Feria Internacional del Libro de La Habana que se celebrará en febrero.
Pero no es todo. Hace 14 años, el país al norte del río Bravo firmó con su vecino del sur un Tratado de Libre Comercio que defendió como la panacea para sacar del subdesarrollo a México convirtiéndolo en su principal socio. Hoy, pretende construir un muro en la frontera para frenar la entrada de personas que huyen de su realidad de pobreza en busca de un futuro. Y aunque el Gobierno estadounidense reconoce que los inmigrantes de todas las nacionalidades han contribuido a la formación del Estado más fuerte del mundo, hoy trata de evitar a toda costa su ingreso: árabes y latinoamericanos, sobre todo, se han vuelto indeseables.
Frente a este panorama de contradicciones aparentes e intereses subrepticios, de nada se puede estar seguro cuando se negocia o se llega a un acuerdo con Estados Unidos, país cuyo Gobierno parece no atender a ninguna otra agenda que no sea la suya, como si en el planeta sólo existieran ellos y nadie más que ellos.
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