No recuerdo la fecha exacta, debe haber sido enero del 95. Entré a la antesala que su antecesor mantenía llena, estaba vacía. Unos minutos después un miembro del Estado Mayor me condujo al despacho presidencial. Allí estaba, en mangas de camisa, sentado frente a la computadora observando los mercados. La terrible crisis financiera de semanas antes obligaba a seguir el pulso de cerca. Yo no tenía ninguna relación de amistad con Ernesto Zedillo, nos habíamos visto en un par de ocasiones. Nunca buscar a los políticos, es un principio que sigo, pero también pienso que uno está obligado a acudir si un presidente llama.
Fue directo al punto: reformas político electorales pendientes. Me miraba sin conceder desviaciones, contra argumentaba con dureza que, años después, entendí era su estilo. Por algún motivo apareció el asunto de su bajísimo nivel de aprobación, el peor que yo recuerde, poco más del 20 por ciento. Manifesté preocupación. Me miró con cierta sorna y me respondió, yo no voy a gastar dinero en promoverme, eso no sirve para nada. Si me van a reconocer será por los beneficios reales que les lleguen a los mexicanos por aquí y golpeó un par de ocasiones su bolsillo con la mano. Zedillo terminó con un 72 por ciento de aprobación -un crecimiento de la economía del siete por ciento- y es hoy, después de Lázaro Cárdenas, el ex presidente más respetado.
Eso no sirve para nada, se quedó retumbando. Es cierto. En primer lugar no hay reelección, así que por allí nada hay que cosechar. En segundo lugar queda claro que la popularidad presidencial no se desparrama a voluntad en las elecciones locales -Fox fracasó estrepitosamente en varias ocasiones Estado de México, por ejemplo-. Tampoco sirve directamente en elecciones intermedias, pregúntenle al PAN en 2003. Es claro que un presidente no puede despreciar la percepción de los gobernados, pero tampoco puede gobernar para la percepción. Además esa percepción se construye por vías muy diversas. Las condiciones de vida cotidianas son la primera prueba. La imagen, los spots, ayudan pero no suplen a la realidad. Hay medidas muy impopulares a la corta que, a la larga, traen grandes beneficios a la población. Y a la inversa hay otras que generaran el aplauso inmediato y después sangran al país. Zedillo lo tenía muy claro: eso no sirve para nada.
Dentro de cinco semanas Vicente Fox dejará el poder. Su aprobación es muy buena, ronda el 70 por ciento. Pero tampoco cabe duda de su herencia a Calderón no será ni remotamente tan sólida como la que Zedillo dejó a Fox. Hay asuntos que no son su responsabilidad total: el enfriamiento de la economía estadounidense, la probable baja en precios del petróleo, el brutal avance de la narco violencia, etc. Pero hay otros que sí son de su factura. De entrada una elección en la cual Fox se convirtió en parte del conflicto; la quiebra técnica de Pemex; la caída en las reservas petroleras -¡increíble Calderón podría tener que importar crudo!- la creciente dependencia fiscal del crudo; los desbalances comerciales con China, Japón, Brasil, etc. Pero quizá el mayor déficit es de ilegalidad: Atenco, mineros, maestros, Oaxaca como símbolo de descontrol. Eso y la parálisis en las reformas no son una buena herencia.
Entonces surge la pregunta ¿qué va hacer Fox con su 70 por ciento de aprobación? Se lo va a llevar al museo a colgarlo enmarcado en oro. Porque además hay que recordar que el juicio nunca acaba. Salinas de Gortari también salió con un porcentaje de aprobación altísimo y un año después -la crisis de por medio y los asuntos del hermano bajo juicio- era el hombre más odiado del país. Fox ha logrado mantener ese nivel de aprobación en buena medida gracias a un uso intensivo de los espacios públicos que ha durado los seis años. Sin el menor recato hoy todos los spots dan las gracias a la gestión y pronuncian el apellido Fox. Un evidente culto a la personalidad ha regresado. Pero qué hubiera sido si esos muchos dineros de los mexicanos se hubiesen utilizado para, por ejemplo, explicar por qué se necesita capitalizar la industria eléctrica. Según datos de IPSOS-Bimsa 52 por ciento de los mexicanos está en contra y de ellos un 71 por ciento argumenta que el precio de la electricidad aumentaría. Ni siquiera eso se ha podido aclarar a la opinión pública.
Si Fox saliera con un alto grado de aprobación después de medidas de fondo, duras pero necesarias que hoy podría estar cosechando, sería ejemplar. Pero no es así, pensiones y PIDEREGAS son dos grandes pendientes que le deja a la próxima Administración. A ello se suma una terrible descomposición en el ambiente político. El popular presidente no pudo rendir su último informe; el popular presidente no puede garantizar a su sucesor una toma de posesión normal; el popular presidente fue incapaz de mantener un diálogo con sus interlocutores obligados, de allí parte de la parálisis; el popular presidente no pudo evitar un distanciamiento con su propio partido; el popular presidente logró enfriar las relaciones con casi toda América Latina y con Estados Unidos; el popular presidente fue incapaz en seis años de controlar su lengua y proferir ofensas a diestra y siniestra.
¿Qué ganan los presidentes con esa búsqueda obsesiva de la aprobación? No queda claro. Menos claro aún es qué gana la población. Si los espacios públicos fueran utilizados para explicar a la ciudadanía los dilemas que como país tenemos enfrente, otro rumbo llevarían las cosas. Esa opinión pública informada presionaría a legisladores y titulares de ejecutivos locales y exigiría acciones. Pero con la actual fórmula todos somos prisioneros de un porcentaje que, por lo visto, sólo embriaga.