Alguien me dijo que para ser feliz había que prescindir de los mitos. Después de reflexionarlo un poco, me pongo en total desacuerdo con esa idea. Los mitos, y todos los símbolos que de ellos se desprenden, ha sido crisol de donde han fluido infinidad de valores culturales que le han dado a la vida un sentido; que también de ellos se desprendan preocupaciones e inquietudes es parte de la delicia del ser humano. El desprenderse de los mitos es como querer desprendernos de todos los simbolismos que nos rodean, producto de nuestra necesidad de encontrar una explicación a los fenómenos para de esta forma poder relacionarnos con ellos de una manera efectiva real o aparentemente. El querer deshacerme de los mitos sería tanto como el querer deshacerme del pensar. Claro, seríamos felices si no pensáramos, porque al fin de cuentas el pensamiento es el que genera todas nuestras desgracias. Sin el pensamiento perdemos la conciencia y sin conciencia somos tan felices como cualquier animal, que no tiene mitos, puede serlo.
Dejemos aparte esta discusión y centrémonos en el ritual, que es un subproducto del mito, del cual se desprendió el comentario: el altar de muertos.
Una de las fiestas que más demuestran el sincretismo de nuestra cultura es precisamente a la que nos referimos donde una costumbre prehispánica, después de la conquista se traduce a lenguaje cristiano. Sin embargo, sobre esta costumbre, hoy tan en boga, hay qué hacer algunas aclaraciones.
El origen de la misma tiene diferentes lugares; hay quienes se refiere a Oaxaca, (cultural mixteco zapoteca), hay quienes se refieren a Tlaxcala, a los Mexicas y a la región de Michoacán, cada una con especiales características. Querer achacar la tradición a los aztecas es demasiado simplista. Todos los pueblos mencionados antes y muchos más que habitan la región mexicana como participantes de los rasgos culturales nahuas, conviven de creencias similares con sus respectivas diferentes. La fiesta del día de muertos no es una, sino varias, según las propias tradiciones de los pueblos.
En el norte, por la influencia de los halloween, la Secretaría de Educación Pública implementó la costumbre en el sistema escolar como un modo de contrarrestar los efectos de una celebración tan apetecible para los niños por la utilización de los disfraces y el regalo de los dulces. Yo que me acuerde, y eso me lo puede rectificar cualquiera que tenga más de cincuenta años y se haya educado en la región, en mi primaria, secundaria y preparatoria jamás me inculcaron poner un altar de muertos. Ese día, lo que hacíamos, era visitar a los nuestros en el panteón y después hartarnos de cañas.
Sea como sea, fiesta prehispánica, fiesta cristiana, sincretismo, mito, ritual, como quiera llamarlo, la fiesta viene a ser uno de los elementos que fortalecen nuestras propias raíces culturales, y nuestros valores que dan un sentido a la vida cuando a la misma muerte la podemos convertir en vida. La fiesta nos plantea la posibilidad de comer con nuestros muertos y de gozarlos; de una u otra forma viven, porque su influencia en nosotros los hace vivir, porque los mencionamos, porque los resucitamos y seguimos en un diálogo que no termina nunca. La fiesta nos da la oportunidad de buscar la historia de la tradición y conocer con ella lo que somos. No basta poner el altar sino hay que saber por qué se pone y cuáles son sus elementos y sus variantes en cada región del país. Hasta en el Internet hay mucha información.
Dejad que los muertos entierren a sus muertos. Ésta es una frase que tiene todo el peso de la inteligencia. Los que están muertos, que sean felices por el hecho de no pensar o de no creer. Si el hombre vuelve al polvo y se acaba, allá ellos. Los conocerás por sus obras, porque son las obras los que demuestran la vida y es precisamente la obra lo que produce el recuerdo.
Agradezco desde esta columna a las instituciones que pusieron un altar de muertos en honor de mi padre: don Emilio Herrera Muñoz. Eso me demuestra que aún vive. Gracias.
JOLHE