Los últimos días, como los últimos meses y seguramente los venideros hasta el próximo dos de julio, los asuntos que tienen que ver con la política nacional, pero específicamente con la contienda de los candidatos a la Presidencia de la República, han marcado la cotidianidad mexicana como si fueran el pan y el agua de nuestro sustento. En principio resulta lógico, porque se trata de la máxima jerarquía de Gobierno y no de un juego de canicas (aunque a veces lo parezca). También porque aunque ya tenemos seis años de ejercicio democrático (es decir, de haber elegido nuestro actual Gobierno en un proceso que no fue el trámite de desperdicio y resultados previstos, acostumbrado mientras la dictadura priista monopolizó el poder), no dejamos de ser novatos en el mismo y, por ende, sujetos de asombro. Por último, gracias al trabajo afanoso de los medios de comunicación, para quienes los dimes y diretes de candidatos y partidos representan un eterno “agosto” que no están dispuestos a desaprovechar. Para muestra, el botón de esta columna que, cerrando la Semana Santa no puedo soslayar el tema público, antes de la reflexión privada.
La inesperada reacción de la gente ante los ataques de López Obrador contra el presidente Fox, pretendiendo callarlo -con todo respeto, según él- y llamándole “chachalaca”, causó sorpresa a propios y extraños y deja un gusto ligeramente optimista en la boca: por muy atrasados que andemos, la figura presidencial, la institución que representa a TODOS los mexicanos no puede ser blanco impune de agresiones y desprestigio (aunque el mismo presidente se encargue de propiciarlo), pues la función que ostenta va mucho más allá de su persona. Pienso que para quien aspira a convertirse en Primer Mandatario, demeritar el cargo es un “autogol” inaceptable, de manera que bien hicieron quienes, sensibilizándose a este respecto, redujeron los índices de popularidad del perredista. Los resultados de esta pifia se dejaron sentir de inmediato, provocando un cambio de estrategia que deja mucho que desear. Un claro ejemplo es la intervención -a mi entender desafortunada- de Elena Poniatowska, defendiendo la honestidad y el trabajo del “Peje” (menos mal que no mencionó su apego a la legalidad, también unilateral, pero siempre hacia los bueyes de su compadre). Admiro y respeto de verdad a la escritora valiente y talentosa que tantos goces nos ha dado en décadas de trabajo inteligente, poderoso y sensible, reconocido aquí y en cualquier parte. Desde la terrible Noche de Tlatelolco, referida por ella mejor que por ningún otro escritor, hasta su apasionada defensa del trabajo científico, sobre la mismísima Piel del cielo, pasando por la inolvidable Lilus Kikus de la infancia, por la enfermera, corazón de hotel que De noche viene, por la campana encarcelada, por el jabón hecho de pedacitos, en la Casita de sololoi, por Esperanza, la sirvienta que hacía una aventura de todos los números equivocados y que tras una vida de trabajo es jubilada con un collar de perlas naturales que quién sabe para qué le van a servir; o el maravilloso regalo de su nombre, su Identidad, dado por un arriero al viajante casual en uno de los relatos más sensibles de que tengo memoria, la obra de Poniatowska me es entrañable. Admiro a la escritora que da voz a Jesusa Palancares, la de las cartas de Quiela abrazando a Diego; la de tan lúcidos ensayos y tan reveladoras entrevistas. Pero entre el mundo de la literatura que es creación y el de la televisión preelectoral hay un mar de distancia con visos de naufragio. ¿Por qué cayó en esto Elena Poniatowska? Claro que a estas alturas del partido tiene todo el derecho a decir y hacer lo que quiera, porque se lo ha ganado, simplemente por su edad y por los méritos de su obra. Pero que nadie se columpie de su mecate, queriendo tomar la voz de la escritora como la de toda la gente pensante de México; no es la voz de los intelectuales, aunque ella sea uno de los más notables, ni la de todos los que apoyan a López Obrador; eso sí que no, porque no es justo ni es cierto. Creo sinceramente que en este caso, Más fuerte hubiera sido el silencio que hablar en los términos que registra el “spot” propagandístico, al que más valdrá considerar como una errata.
Tan fuera de lugar el anuncio de Elenita como el del Evangelio de Judas, que según los reporteros cambiará completamente la historia sagrada. Una vez más, sin detenerse a pensar en fondos ni consecuencias, se arrebataron la primicia, asegurando que el apóstol del beso traidor y las treinta monedas escribió su propia “Buena Nueva”, en donde aclara la verdadera intención de sus actos. Me pregunto: ¿lo hizo antes o después de pactar con el Sanedrín? ¿Escribió sus confesiones mientras su Maestro se encaminaba al Calvario y él preparaba su propia muerte o lo hizo desde el Más allá? ¿Qué hay con las profecías y su puntual cumplimiento? ¿Qué, con el anuncio del mismo Jesús en la Última Cena, la víspera de su muerte, y su advertencia al discípulo de que hiciera lo que tenía que hacer? ¿Y qué sentido tiene entonces la terrible sentencia de que “más le valdría no haber nacido”? Porque según las notas periodísticas, todo lo anterior a este descubrimiento documental apenas anunciado habrá de venirse abajo. ¿Por qué? ¿Qué crédito hemos de dar a un documento en proceso de identificación, análisis e interpretación, por encima de los que, después de dos milenios siguen sosteniendo nuestra fe? En este punto entramos a lo privado y abordo el tema que más me interesa, por ser hoy el día que es.
Con la Vigilia Pascual termina la Semana Santa. Como siempre, quedo debiendo el recogimiento, el sacrificio y el propósito de enmienda al que nos conmina este recordatorio anual a los creyentes. Extraviada en la selva de frivolidades que día con día crece y se espesa, la pasión de Jesús vuelve a resolverse en imágenes de película o de catecismo, mientras el espíritu, que apenas hace cuarenta días recordaba en la ceniza la vanidad de las cosas materiales, se dispone, sin abolladuras mayores, a continuar la marcha por el mismo camino. Otra vez me quedé dormida, cuando debía velar al lado del Maestro, antes de su entrega al sacrificio. Otra vez, con mis actos, he negado conocerlo y formar parte de los suyos. De nuevo mi indiferencia acepta el trueque del inocente por el criminal y, protegiendo mi comodidad, me lavé las manos como Pilato, dejando la responsabilidad a los otros. Otra vez me resulta más fácil saltarme el trago amargo de la pasión e ignorar el viernes de todos los dolores, para llegar a la fiesta liberadora de la Resurrección, indigna y sin merecimiento. Pero también una vez más, aquí está el perdón incondicional e ilimitado de Cristo, al margen de razas y credos. Ojalá que tengamos la suficiente humildad para recibirlo y que le permitamos fortalecer nuestro espíritu para resistir la más poderosa de las tentaciones: la de nuestro propio yo, en cuya pequeñez vivimos encerrados, dejando fuera todo aquello con lo que no queremos comprometernos y por lo que nos negamos a luchar. Sólo un grito de amor y perdón, como el de Jesús al Padre antes del momento supremo, será capaz de vencer nuestros miedos y de ayudarnos a romper el cerco de nuestro egoísmo para llegar a los demás .
A partir de hoy la Pascua nos espera. Si en su sentido original, conmemoraba la liberación del pueblo judío, cautivo por largo tiempo en Egipto, y en el mundo cristiano celebra la resurrección gloriosa de Jesucristo, a los tres días de su muerte en la Cruz -principio esencial del Cristianismo-, transferida a nuestro universo personal la Pascua debe ser tránsito liberador. Hagamos posible la liberación de nuestro espíritu, cautivo del egoísmo, la codicia, la mentira, el odio, la flojera, la violencia y la maldad… y que, en efecto, nuestro corazón se abra a las necesidades de los demás, a la ayuda generosa, al bien común y a la paz. ¡Felices Pascuas!
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