"Lejos del paraíso"
Entre el horror de un campo de concentración en el norte y la culpa de una jueza que se vio superada por las circunstancias después del Golpe de Estado de 1973, transcurre la acción de El Desierto, la novela más ambiciosa del escritor chileno Carlos Franz
Metódico y voluntarioso como pocos, Carlos Franz escribe entre cuatro y cinco horas diarias. Esté en Santiago, Berlín, Londres o Madrid, se encierra en su estudio para luchar con las palabras, en el mayor silencio posible, acompañado de una taza de té. Método y voluntad, dale que dale, para que la inspiración lo pille trabajando.
Las novelas han llegado sin impaciencia y, lo que parece cada vez más importante por estos días, de la mano de un premio. En 1990 publicó Santiago Cero, ganadora del Cuarto Concurso Latinoamericano de Novela. Seis años después resultó Primer Finalista del Premio Planeta con El Lugar Donde Estuvo el Paraíso. Y recientemente obtuvo el Premio La Nación-Sudamericana por El Desierto, novela que acaba de presentar la semana pasada en Buenos Aires y el próximo jueves en nuestro país. Como para redoblar su fe en el método y la voluntad, esos dos pilares que también le han permitido construirse lo que se llama una "carrera" literaria:
El 2000 y 2001 vivió en Alemania gracias a la beca Deutscher Akademischer Austauschdienst; al año siguiente fue profesor invitado en el King?s College de Londres, y hace unos meses se instaló en España, la Meca del mercado editorial de habla hispana.
Desde allí, este hijo de diplomático y actriz, que estudió derecho sin mucho entusiasmo, habla de El Desierto, la historia de una mujer que regresa a Pampa Hundida, un poblado del desierto chileno, después de 20 años viviendo en Berlín. En plena transición a la democracia le ofrecen el cargo de jueza del pueblo, el mismo que ocupaba cuando se produjo el golpe militar. La narración del encuentro de Laura -la protagonista- con su ex marido, con el sacerdote del pueblo, con el ex alcalde, con un joven abogado que quiere hacer justicia y con el militar que estuvo al mando del campo de concentración que se estableció en la zona -y que ahora vive como anacoreta- , son intercalados con la carta en que ella misma intenta explicarle a su hija lo que hizo "cuando todas esas cosas horribles ocurrieron".
La novela le tomó seis años y en más de un momento se sintió atrapado, como él mismo lo confiesa: "las principales dificultades surgían del propio tema. ¿Cómo contar una historia tan controvertida para nosotros sin caer en maniqueísmos? ¿Cómo lograr que un trozo de historia local tuviera un carácter más universal, y sobre todo atemporal? ¿Cómo coordinar un relato que tiene varias venas: una casi policial, otra emocional entre madre e hija, otra filosófica, y otra incluso esotérica? ¿Y cómo hacer un relato profundo, mirar al abismo, sin que dejara de ser entretenido? Hace unos tres años las dificultades me parecían tan abrumadoras que estuve a punto de rendirme".
Pero Franz, como un suizo disciplinado, siguió adelante con la convicción de que tenía entre manos una novela de ideas. Buenas o malas, originales o reiterativas, lo cierto es que las 472 páginas de El Desierto están plagadas de reflexiones. "En esta edad trivial, donde casi todo se banaliza, hay cierto miedo a profundizar y casi a pensar seriamente. Yendo contra corriente, ésta es una novela que no escabulle las ideas, y que tiene fe en que todavía quedan lectores inteligentes, además de sensibles".
P: ¿Cómo son esos lectores?
R: Me gusta una respuesta de André Gide, que solía decir que hay libros que son inventados por el público y otros que inventan a su público. A mí me interesan los libros que tienden a inventar un lector, en el sentido que demandan sensibilidad, inteligencia, esfuerzo e, incluso, valentía. Valentía para enfrentarse a ciertos temas que no son agradables o pueden llegar a ser dolorosos.
P: ¿De qué manera tu contacto con el mundo de las leyes se refleja en este libro?
R: La experiencia principal fue de orden kafkiano: estudié derecho en la segunda mitad de los setenta, cuando no había estado de derecho. Estudié dos años derecho constitucional, por ejemplo, ¡en un país que no tenía constitución! Durante mucho tiempo me sentí estafado. Luego, empecé a ver que tenía allí una estupenda paradoja que daba para varios temas literarios.
P: La protagonista vive la contradicción de recordar para liberarse o recordar para revivir el sufrimiento. ¿Es un personaje alegórico del proceso que ha vivido Chile?
R: Laura encarna esa contradicción, en su propia piel, en su cuerpo "tatuado". Pero no es una alegoría, creo yo, porque su experiencia es intransferible. Cuando escribe la carta que le dirige a su hija contándole sus secretos, descubre la radical soledad de lo que le ocurrió, y que por mucho que lo intente no puede contarlo todo. Lo que ella vio, el gozoso mal que intuyó en sí misma, le pertenece exclusivamente. Llegada a ese punto sólo queda la metáfora: eso que aúlla, pero queda inaudible, detrás del espejismo que rodea al oasis de la ciudad santuario.
P: Aquí planteas que ninguno de los actores -militares, médicos, sacerdotes- tenían plena conciencia de lo que ocurría después del golpe y que se generaron relaciones que hoy parecen injustificables. ¿Era una de tus intenciones develar esa trama casi irracional?
R: Los personajes con los cuales Laura se encuentra a su regreso a Pampa Hundida saben y no saben lo que pasó. Para los demagogos retrospectivos y los fanáticos esto será inaceptable, pero no por ello deja de ser característico de los procesos personales e históricos traumáticos. El cura Penna le grita a Laura: "no sé lo que sabía". En esa frase se condensa esta paradoja. El retorno de ella desenmascara esas versiones a medias de la propia historia. Pero para que ese relato no fuera maniqueo era esencial que ese mismo desenmascaramiento ocurriera en la "justa" por excelencia, en la jueza que fue Laura.
P: Hay erotismo en el campo de concentración. ¿Cómo entender esa confusión entre pasión y chantaje, violencia y sometimiento?
R: Éste es uno de los núcleos de la novela. El militar habla de la muerte como un enamorado y Laura experimenta ese "agradecimiento abyecto" de que el dolor se haya detenido. Y luego sobreviene ese "orgasmo negro". Los pueblos primitivos sabían o aceptaban más el misterio terrible de la muerte, en cambio nuestra cultura idealiza el amor. Pero Laura -en el plano "esotérico" del relato, en su reflexión sobre las estrellas- se asoma al otro nombre de Venus, "el que no puede decirse". Prefiero no seguir intentando explicar de otro modo, lo que me costó años expresar con esta novela.
P: El diálogo entre el ministro de Justicia y Laura refleja una fuerte crítica a la justicia "en la medida de lo posible". ¿Fue una estrategia errada?
R: Hablando como ciudadano me parece una política acertada, o dicho de otro modo, realista. Pero como escritor no puedo dejar de ver y expresar los precios que entraña aceptar "lo posible". El precio es renunciar a nuestros sueños de justicia, que son indispensables para orientar la vida. La paradoja es que resultan fatales si tratamos de realizarlos completamente. La libertad es trágica, como bien lo vio Berlín, porque siempre entraña renuncias. De allí que la transición - que es el periodo durante el cual realmente ocurre esta novela- sea una etapa más interesante que la dictadura.
P: El uso de un lenguaje imaginativo fue algo que se valoró de tu novela anterior. ¿De qué manera influyó esta apreciación en este libro, donde hasta lo más horroroso es contado con metáforas?
-No me guío por las críticas. Salvo las de un puñado de lectores amigos implacables en cuyo juicio confío; aunque no totalmente. Ese estilo metafórico viene de entender que toda buena prosa narrativa es en definitiva poética. Y que la metáfora es la manera por excelencia de la síntesis poética. O sea, una metáfora economiza el estilo.
R: Los premios de las editoriales están muy desprestigiados, se dice que los negocian los agentes y que son publicidad indirecta. ¿Cuál es tu opinión?
R: Hay premios y premios. Este premio no es de una editorial, solamente. Es el premio del diario La Nación de Buenos Aires, creado por Borges hace 50 años y asociado a una editorial hace unos años. Esto me dio a mí, desde que postulé, la impresión de que era un premio distinto y, efectivamente, en todo el proceso me he dado cuenta de que es así. Porque, digamos, hay dos instituciones que, supongo, no me consta, se controlan recíprocamente. El ser humano es débil. Una editorial que crea su propio premio claro que tiene tendencia a que sean sus propios autores o intereses los que se vean representados.
P: ¿Y cómo te gustaría que se leyera este libro?
R: Si me permites una utopía, sería un lector como el festejante que participa de las grandes fiestas religiosas y populares latinoamericanas. Alguien conectado, a través de ellas, con la multitud y la eternidad de la tragedia. En lugar de "ese público de burgueses nerviosos que van al teatro con el diario -o sea, la actualidad- en el bolsillo", como se quejó Goethe. Pero es, me temo, un ideal imposible. El verdadero festejante baila su idea, no la lee.