Anoche fue presentado el libro Saldos del Cambio, escrito por Alfonso Durazo, quien durante cuatro años fue secretario particular de Vicente Fox, en sus etapas de candidato vencedor, presidente electo y Ejecutivo en funciones, hasta que se apartó de él por voluntad propia el 22 de junio de 2004, en una carta hecha pública el cinco de julio siguiente. El tono y el contenido de esa comunicación constituyeron un severo examen adverso a Fox, que ahora se ahonda y multiplica en esta obra, cuyo subtítulo es “una crítica política de la alternancia”.
No es Durazo el primer secretario particular que habla de su jefe, aunque nadie lo había hecho con pluma acerada y punzante como la empleada por el político sonorense, nacido en Bavispe en 1954. Entre quienes lo hicieron anoto en primer lugar a Pedro Santacilia, el patriota y escritor cubano que fue secretario particular, y yerno (se casó con su hija Manuela) de Benito Juárez, a quien conoció en el exilio norteamericano. Santacilia llegó a ser como un hijo del Benemérito, y muchos años después de la muerte del prócer, en 1885, dio a la estampa Juárez y César Cantú, una apología de su suegro a la luz del método del célebre historiador italiano.
José Luis Blasio, un mexicano a quien cegó el brillo de la breve corte y fue secretario del emperador, escribió una memoria de su cercanía con el príncipe austriaco titulada Maximiliano íntimo. Muchos años más tarde, Francisco Javier Gaxiola, secretario particular del presidente Abelardo Rodríguez (y quien llegaría a secretario de estado en el Gabinete de Manuel Ávila Camacho), trazó también un complaciente perfil biográfico de Rodríguez, un ejemplo crudo de cómo se acumulan fortunas desde el poder. Hace apenas unos meses, en fin, el secretario particular del presidente Zedillo, Liébano Sáenz, publicó La presidencia moderna, que no se refiere más que tangencialmente a su jefe y a su estancia en Los Pinos, aunque allí adquirió la curiosidad y la experiencia para realizar la investigación de que se trata.
(Evocar a los secretarios particulares que escribieron me hizo reparar en particularidades de otros ejercedores de esa función: Fernando Torreblanca estableció una marca imbatida, pues fue secretario particular de tres Presidentes sucesivos: Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles -que además fue su suegro- y Emilio Portes Gil. Uno de los dos que tuvo el general Lázaro Cárdenas, Luis I. Rodríguez -el otro fue Agustín Leñero-, hizo carrera pues fue gobernador de Guanajuato y embajador. El de Ávila Camacho, Jesús González Gallo, pasó de ese cargo también a una gubernatura, la de Jalisco. Rogerio de la Selva, el secretario de Alemán no obtuvo recompensas políticas pero sí financieras. El discreto Salvador Olmos, que fue secretario de Ruiz Cortines durante toda la carrera política de éste, sólo lo abandonó los tres años en que fue diputado. Humberto Romero aprovechaba, según la leyenda, los periodos en que la migraña atacaba a López Mateos para gobernar él mismo, y no en bien del interés general. Joaquín Cisneros ya había sido gobernador de Tlaxcala cuando Díaz Ordaz lo hizo secretario particular. Echeverría impulsó la carrera de sus jóvenes secretarios, Ignacio Ovalle y Juan José Bremer. López Portillo hizo gobernador de Guanajuato a Enrique Velasco Ibarra, a quien sustituyó con Roberto Casillas. De la Madrid se echó en brazos de Emilio Gamboa, que abusó del poder que así se le delegaba. Carlos Salinas tuvo una secretaría bicéfala, y en ella despacharon Ormuz y Arimán: Andrés Massieu era la corrección misma mientras que Justo Ceja está prófugo por negocios de la familia presidencial).
Probablemente otros lo hayan sido también, pero Durazo fue mucho más que un secretario particular. Actuó las más de las veces como un consejero político, pues su experiencia en esa materia y su temprana madurez lo hicieron un activo valioso para Fox desde que su sumó a su campaña el 19 de mayo de 2000. Durazo había tenido, en el equilibrio vital expresado por Amado Nervo, “la hiel y la miel de las cosas”. Sobre todo lo había sacudido el asesinato de Luis Donaldo Colosio de quien había sido, también, secretario y consejero.
El libro de Durazo es un macizo compendio de reflexiones políticas, no producto de la vida contemplativa de un estudioso, sino practicadas para resolver dilemas y problemas durante los años en que fue miembro del círculo íntimo del presidente. No incurre en infidencias porque el libro no es anecdótico, aunque se permite alguna libertad en tal sentido. Por ejemplo, cuando respondió a Rodolfo Elizondo, vocero que anhelaba ser secretario particular y filtraba noticias de que lo sería al ser despedido Durazo, éste mandó decirle que perdiera la esperanza pues para ese cargo “era indispensable saber leer y escribir y recitar el abecedario sin tropiezos notorios”.
A veces contribuyendo a su diseño, en otras oponiéndose sin éxito, Durazo participó en las decisiones fundamentales del primer Gobierno que en México no emergió del partido dominante casi único. El suyo es un desolado testimonio de cómo fue achicándose, esfumándose la voluntad de cambio que permitió a Fox la hazaña de sacar al PRI de Los Pinos y cómo fue sustituida por una mezcla de improvisación y cálculo malévolo, amasada por el presidente, su esposa y los miembros del equipo original proveniente de Guanajuato. Los retratos de cada uno de ellos, y de otros personajes del entorno presidencial cuentan entre las prendas valiosas de este libro.