El montón de tierra, el hacinamiento de escombros o la basura esparcida que encontramos a diario en el camino que seguimos para ir de la casa morada a la casa de trabajo: El viejo bache en el pavimento, cada día más grande, seco a veces, a veces rebosante de agua de lluvia, al cual vemos con familiaridad y evadimos con pericia; las lámparas del alumbrado público que se apagan de noche y se encienden de día; las casas ruinosas y las bardas de adobe erosionadas por la incuria y deterioran el paisaje urbano dándole apariencia de abandono; y para no alargar este listado enunciativo diremos que las frecuentes inobservancias de las elementales obligaciones de la autoridad con sus ciudadanos estorban a una vida comunitaria tranquila y productiva..
Para colmo ha llovido torrencialmente. Nuestras inclinadas calles, avenidas y bulevares son casi a diario arroyos propicios para la caudalosa corriente de agua pluvial y la basura que arrastran. El tránsito se entorpece y disloca. A veces se descomponen los semáforos. Los vehículos se colisionan debido a la torpeza o imprudencia de los conductores. En los cruces con vialidades importantes se forman largas filas de automóviles manejados por personas ansiosas, urgidas de llegar a su destino y obviamente irritadas por la demora a que obligan las condiciones climáticas.
No falta quién intente cambiar de carril en la avenida para tomar otro que parece ser más fluido, menos pachorrudo. Entonces se oyen frenazos, chirriar de llantas y golpes metálicos. La lluvia no cede. Tampoco recula el disgusto de los automovilistas y operadores de unidades de servicio público: bajo la presión de la espera y de la tardanza todos hacen gala de un mal genio impaciente y dominante. Pero las filas adelantan con lentitud. No falta algún otro chofer que igual intente un atajo para escapar de aquella trampa. Más accidentes. Más conflictos. Menos fluidez en la circulación.
Entonces recordamos al cuerpo de Policía y Tránsito. ¡Claro que tenemos uno! Hemos visto parejas de oficiales que, en días excelsa claridad, transitan ufanos sobre avenidas y calles. Bien uniformados, lentos las recorren, yo diría desfilan, en poderosas motocicletas. A veces los vemos ocupados en investigar a las trocas de modelo antiguo, generalmente destartaladas; o interrogando a propietarios de autos que portan placas de circulación de otros estados de la República. Pero sólo por excepción hacen lo que debería ser su primordial tarea: bajarse a dirigir y controlar el tráfico vehicular cuando es necesario para proteger a los peatones de quienes a veces no acatamos los semáforos.
Y algún día que nos toman los aguaceros en medio del torrente pluvial y automotriz, la circulación se paraliza y los conductores desesperan; es entonces cuando nos preguntamos: “¿Dónde estarán los oficiales motociclistas, dónde los patrulleros, dónde los de a pie? Claro, seguramente andarán lejos de estos conflictos del demontre para no tener que cumplir, en condiciones climáticas extremas, con el deber de ordenar el caos vial, proteger a los peatones y ayudar a señoras, a ancianos y niños inexpertos a cruzar las conflictivas rúas de seis carriles”...
Intentamos descender del automóvil en busca de un agente de Tránsito, pero nos contenemos: aunque subiéramos al cofre para otear el horizonte en busca de ayuda, antes azotaríamos en el suelo que localizar a un elemento de nuestro virtual cuerpo de seguridad vial. La verdad es que los supuestos vigilantes del orden vial toman las de Villadiego a la hora de los aguaceros o se amparan en lugares techados hasta que la lluvia escampa y los problemas viales se esfuman.
Hay otro cruce urbano, el de Venustiano Carranza con Ortiz de Montellano, muy problemático desde que se convirtió en desfogue del trafico vehicular procedente de las nuevas áreas urbanas al noreste de Saltillo. Para dar un seguro cauce a los vehículos se instalaron dos semáforos: uno con vista a los que proceden del sur rumbo al norte y otro para dirigir a los que ruedan en sentido contrario, tanto del norte como del noreste hacia el sur.
Durante los primeras semanas de construcción de los puentes, hubo siempre una patrulla municipal estacionada cerca del camellón central de Venustiano Carranza y un patrullero vigilante, de pie, fuera del vehículo, agilizando la fluidez del tránsito. De pronto patrulla y patrullero desaparecieron y los automovilistas quedaron al único cuidado de su propia prudencia y de su buena o mala suerte.
Poco duró aquel hálito de seguridad vial. Nadie ha vuelto a vigilar ese crítico cruce que, para colmo de complicaciones, también se alimenta con automóviles y camiones que usan el bulevar Nazario Ortiz en ruta a Monterrey. Cuando en Figueroa y Carranza, se produce un atasco vehicular, ya por las obras, ya por una colisión o por la lluvia, la fila de unidades cubre más de medio kilómetro hasta un centro comercial de San Isidro, con iguales riesgos.
Creo en el municipio libre, pero no libre de responsabilidades. Ojalá que el alcalde de Saltillo ordenara la vigilancia de los sitios críticos en las vialidades urbanas, sobre todo en las de mucho tráfico. También sé que las corporaciones de seguridad vial tienen un mando estatal unificado cuyos jefes deberían preocuparse por inducir en sus inferiores un verdadero espíritu de servicio y atención a la ciudadanía: a diario, en forma permanente; y no solamente cuando haya sol en el cielo y fluidez vehicular en las calles...