Es de buena educación decir ¡salud!, ¡Jesús te ayude! o ¡Dios te bendiga! cuando escuchamos estornudar a uno de nuestros prójimos. La primera palabra es el buen deseo de los agnósticos que no meten al hijo de Dios o a su mismísimo Padre en la tarea de ser curanderos, en tanto que la segunda y tercera expresiones las pronuncian personas sumamente religiosas. Las tres, sin embargo, comparten un mismo origen, ya que en la antigüedad se pensaba que el alma residía en el aliento de los humanos. El hálito era la esencia de la vida, que Dios insuflaba a cada uno por la nariz. La brusca expulsión de aire era como perder parte de la existencia o el aviso preventivo de alguna inminente enfermedad; lo mismo debe creerse todavía pues la gente repite una, dos o tres de las citadas bendiciones después de cada estornudo ajeno y aun de los propios.
El hecho de estornudar devino expresión de refinamiento entre los aristócratas, los nobles y los artistas europeos, quienes solían introducir en sus fosas nasales pequeñísimas dosis de rapé -polvo raspado de hojas de tabaco- como un eficaz estornutatorio. El ¡atchís! se convirtió entonces en un gesto de elegancia que posteriormente desembocó en el odioso, por pestilente y mortal, vicio del tabaquismo.
El comportamiento humano está pleno de rarezas como la anterior, tanto que el novelista Irving Wallace y su hijo David Wallechinsky se propusieron recolectarlas en un ?Almanaque de lo Insólito? que editaron el año 1974 en idioma inglés y con siete volúmenes repletos de datos eruditos, pero también de hechos comunes y corrientes.
Conservo en mi cuarto de trabajo la primera edición en español de este almanaque de lo inusitado. Lo compré en 1977, año en que lo imprimió la editorial Grijalbo: como hice con tantos otros libros lo adquirí ?para leerlo cuando tuviera tiempo?, sin pensar que a la edad en que se diera esa circunstancia me podría fallar la visión o simplemente carecería de ánimo para tomar un libro y sostenerlo ante mis ojos. Pero hace dos días me sentí huérfano de tema para estos aburridos artículos míos y ello coincidió con la apreciación de un lector, quien por medio de un correo electrónico me espetó la siguiente frase: ¡Hasta cuándo va a dejar de escribir sobre las tonterías de López Obrador! Le di la razón y para gratificar su voz de ¡ya párele! me puse a buscar otra fuente de inspiración viendo los anaqueles de los libros, como hago muy frecuentemente; finalmente localicé la obra de que hoy les converso y luego la hojeé y lo ojeé en busca de un tema interesante; así que aquí están mis comentarios:
Todos los seres humanos padecemos alguna fobia o mantenemos una superstición. Hasta hace poco estas peculiaridades del comportamiento humano estaban generalizadas en casi toda la población, de modo que si alguien preguntaba: ¿Cuál es tu fobia? cualquier culto interlocutor podría responder con cara de inocencia: La arachibutirofobia. ?Ah, bueno, pues qué bien?, diría el otro para ocultar que ignoraba el significado de la palabra. Lo cierto es que antes y ahora muchas personas desconocemos que la arachibutirofobia es el temor a que se nos adhiera en el paladar la mantequilla de cacahuate que se unta en las piezas del pan de caja.
¿Y cuál es tu superstición? podría haber preguntado otro amigo a quien un tercero contestaría con un insuflado tono de seguridad: ?¡Ninguna! excepto mi costumbre de no hacer algo que implique un riesgo en los días viernes, jamás enciendo tres cigarrillos con la misma candela, cuelgo una herradura a la puerta de mi casa con las puntas hacia arriba, siempre me atuendo con una prenda al revés para que la muerte no me reconozca, no cruzo los trinches y cuchillos de la comida sobre el plato, cargo una pata de conejo para evitar los cólicos y nunca escribo un cheque por una cantidad que contenga unidos el 1 y el 3. Por lo demás, soy una persona tan normal como el millonario Cornelius Vanderbilt quien metía las patas de la cama en platos de sal para que lo defendieran de los malos espíritus?.
Las supersticiones no son sólo propias de la gente ordinaria. Los grandes hombres que en la historia fueron y los que ahora son, parecen dados a creer en la existencia de influencias no racionales para lo que les sucede en este mundo. Hitler, por ejemplo, iniciaba sus batallas militares el día siete de cada mes, nunca antes ni después. Somerset Maugham, el autor de Servidumbre Humana, colgó el símbolo del ?mal de ojo? en lo alto de su chimenea y lo grabó en su papel de correspondencia. Napoleón Bonaparte padecía ?ailurofobia? un miedo cerval a los gatos y al número 13. A la contra, Winston Churchill acariciaba a los gatos negros para llamar a la buena suerte. La reina María de Escocia se hizo leer la buenaventura en las cartas de la baraja un día antes de su muerte y el palo de espadas le salió completo, desde el as al rey. Y Shakespeare escribió: ?A los muchos que se tropiezan en el portal es bueno decirles que el peligro acecha adentro?.
Finalmente y sólo por no variar, pregunto ahora cuántas y cuáles serán las fobias y las supersticiones de Felipe Calderón Hinojosa y Andrés Manuel López Obrador. Quienes despejen esta incógnita y de paso a esta columna, se harán merecedores de mi eterna admiración y simpatía. Yo ya la despejé...