Los derechos humanos, dice la definición, son el conjunto de facultades, prerrogativas, libertades y pretensiones de carácter civil, político, económico y cultural que se reconocen al ser humano individual o colectivamente, y constituyen una secular preocupación filosófica, religiosa, política y social de los pueblos civilizados o en proceso de civilización.
Son antecedentes remotos de este concepto el Decálogo de Moisés, el Código de Hammurabi y las Leyes de Solón. En el largo devenir del mundo se han sucedido muchos otros esfuerzos por concretar legislativamente tales derechos y fueron recogidos por las primeras Constituciones Políticas del mundo, por no citar casuísticamente los innumerables movimientos en dicho sentido.
La Constitución Política Mexicana de 1917 consignó dos grupos de derechos humanos: los particulares de cada persona, expresos en el capítulo de Garantías Individuales y los derechos sociales en un amplio sentido o en conceptos precisos como el derecho al trabajo, las garantías laborales, el derecho a la tierra, etcétera. Sin embargo, se mantiene a la persona como centro magnético de las acciones públicas, por ello es obvio que los derechos humanos sean el pivote sobre el que giran todos los derechos.
Con todo y que las Comisiones de los Derechos Humanos hayan sentado sus reales a lo largo y ancho de nuestra República, se acerca el tiempo en que la sociedad exija al Congreso de la Unión y a las Legislaturas locales un severo análisis sobre la actividad objetiva de las Comisiones encargadas de su vigilancia, así como los nulos resultados de sus recomendaciones en bien de los individuos y de la sociedad. Se podría decir de ellas lo que dicen los cronistas beisboleros de algunos lanzadores: entran ponchando y salen respingando.
Los ciudadanos creímos atisbar una rayita de esperanza en el impulso general del Estado mexicano para instituir las Comisiones de Derechos Humanos en la República y presentimos una etapa de legalidad procesal en el trabajo de las autoridades judiciales, así como de general respeto a las garantías individuales o colectivas de todos los mexicanos. Procedíamos de generaciones cuyas autoridades, sobre todo las del ramo judicial, hicieron gala, ya fuera por ignorancia o por genes autoritarios, de un trato groseramente cruel e incivilizado hacia quienes tenían la desgracia de cometer algún delito o quienes aparecían como simples sospechosos de haberlo cometido: desde el policía de punto, pasando por los judiciales, los agentes del Ministerio Público y en algunas ocasiones hasta los jueces penales, ejercían una injusta presión moral y física para obtener confesiones de culpabilidad, aun en casos de clara inocencia.
Y no fallamos al esperar tiempos mejores, pues la recién integrada Comisión Nacional de Derechos Humanos y sus organismos homólogos de las entidades federativas iniciaron un proceso de civilizada supervisión a los procedimientos prejudiciales de orden penal y los tratamientos de rehabilitación de los sentenciados por la comisión de graves delitos. En infinidad de visitas de inspección a los centros penitenciarios de jurisdicción federal y local, se obtuvieron conclusiones probatorias de irregularidades que generaron sendas recomendaciones para las autoridades responsables.
Los responsables de las Comisiones de los Derechos Humanos hicieron públicas sus educadas recomendaciones a la autoridad, pero ésta ha fingido que la Virgen le habla para no obsequiar las medidas remediales propuestas; la ley orgánica sobre los Derechos Humanos carece de medios coercitivos para imponer una decisión de autoridad. Es como si el legislador hubiera advertido: ?Grita, denuncia, exhibe, pero ahí te detienes; luego esperas?. Se trataba, según los impulsores del organismo, de crear una cultura de los derechos humanos a partir de la autoridad moral del presidente de la Comisión y nunca de un gesto de obediencia o acatamiento hacia criterios ajenos.
Así han funcionado las Comisiones de Derechos Humanos durante sus primeras épocas. Sólo obtienen que los comentaristas editoriales, o los reporteros, den seguimiento público a sus famosas ?recomendaciones? y presionen a las autoridades responsables para que obren en consecuencia. Muchos gobernadores, procuradores, secretarios de Estado, presidentes municipales, comandantes de Policía, directores de Ceresos, etcétera, orondamente se dan por enterados y ofrecen cumplir con una parte de lo sugerido, pero en realidad no actúan en un sentido positivo.
Las Comisiones Nacionales y Estatales nacieron como organismos independientes y autónomos del Gobierno, con presupuesto propio y la única obligación de reportar y responder ante el Poder Legislativo Federal, en el caso de la Comisión Nacional o ante las Legislaturas locales, si se trata de las Comisiones Estatales, pues este poder es el que designa al presidente del organismo. Algunas se han burocratizado y en otros casos padecen severos colapsos por empleomanía. Lo peor es que han perdido autoridad pública, fuerza moral y ya existe un desdoro en esa noble actividad.
En cuanto a Coahuila es obvio que la Comisión de Derechos Humanos tiende a estatizarse. Parece vivir un tiempo de paz octaviana en cuanto a la observancia y supervisión de los derechos humanos y su pasividad sólo se puede interpretar como una condición de obsecuencia, riesgosa para las autoridades estatales y descalificante para el titular de esta Comisión.