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Hora cero/Para qué sirven los legisladores

Roberto Orozco Melo

Desde hace muchos años nos hace cosquillas en la mollera el siguiente cuestionamiento: ¿Sirven para algo útil nuestros legisladores federales y locales? La pregunta parece idiota a primera vista, tanto o poco menos que el columnista que se atreve a ponerla en letras de molde; sin embargo puede no ser una estulticia, sino una interpelación que sería conveniente razonar.

Veámosla con referentes legales e históricos: Abraham Lincoln es autor de la más popular definición de la democracia: “Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, frase célebre clasificada en los diccionarios como engendro del ex presidente de Estados Unidos; al menos mientras no salte algún bibliófilo que la atribuya a cualquier filósofo de la antigua Grecia; a Platón por ejemplo que algo sabía del tema.

¿Pero, quien podría hablar por el pueblo con autoridad? ¿Hay alguien siquiera que interprete sus deseos, sus aspiraciones y sus necesidades para que el Gobierno las convierta en soluciones, aparte, claro, de los tres demagógicos reyes magos que hoy compiten por la Presidencia de México? ¿Los partidos políticos, quizá? ¿Los evangelistas de la nueva esperanza metropolitana? Un viejo apotegma que afirmaba que la voz del pueblo era la voz de Dios, mientras que las jerarquías eclesiásticas se postulaban únicos voceros autorizados.

Más modestas, pero más pragmáticas, las instituciones de derecho público y teoría del Estado prescribieron que los diputados serían representantes de los ciudadanos y los senadores defenderían el interés público de las entidades federativas. De esto se podría concluir que el pueblo mexicano es el dueño de su destino y se expresa a través de los tres poderes de la Unión democráticamente constituidos: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial.

Pero una cosa es la teoría y otra la realidad: los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial son, en efecto, mandatarios del pueblo o de la sociedad, y deberían acatar su voluntad dentro del marco de sus facultades constitucionales. Pero todos sabemos que ningún poder político ha consultado jamás a la ciudadanía sobre los asuntos públicos de la nación que están a su cargo. Los partidos y asociaciones políticas, los sindicatos, tendencias, corrientes, grupos políticos, clubes democráticos y últimamente algunas facciones y familias muy vivas se arrogan el derecho de ocupar las curules y los escaños senatoriales, para maniobrar el timón del país y conducirlo por las carreteras, caminos y atajos que convienen a sus propios intereses. Y lo hacen en forma paladina, con la complicidad de una Ley electoral alcahueta y un presupuesto fiscal que da para todo, menos para construir las obras y realizar los programas que interesan a la gente.

En el origen de la nación sufrimos la enconada disputa entre federalismo y centralismo. Ganó la primera corriente al aprobarse la Constitución de 1824; pero en 1836 los conservadores lograron expedir las famosas Siete Leyes de inspiración centralista y el país no tuvo más remedio que caminar por esa senda.

Más tarde la Constitución liberal de 1857 estableció el sistema democrático, republicano y federal estadounidense que en adelante observó la República hasta que en 1917 se aprobó una nueva Carta Magna por los revolucionarios triunfantes, con Carranza a la cabeza, la cual ratificó la voluntad federalista liberal y postuló los olvidados derechos sociales de la comunidad mexicana.

Así llegamos a ser, formalmente, un país federal. El federalismo ha sido una aspiración y un sueño genético que nos heredó el chantre Miguel Ramos Arizpe; sólo que en la Carta Magna del 17 el sistema se congeló junto a las buenas intenciones jurídicas: los presidentes de la República emanados del movimiento revolucionario -antes y después del PRI- impusieron virtualmente el centralismo, el autoritarismo y el presidencialismo y desde Carranza hasta Ernesto Zedillo Ponce de León todos mantuvieron un rígido y centralizado Gobierno en aras de la comodidad de sus respectivas Administraciones.

Hace 16 años, el seis de julio de 1997, asomó el sol de la reforma del Estado en el horizonte de la naciente democracia mexicana con la elección de diputados federales. Por primera vez el PRI no contaba con una mayoría definitoria en la Cámara de Diputados, pero tampoco fue obtenida por alguno de los partidos contendientes. Se antojaba que los representantes populares afiliados a diversos partidos políticos irían a ponerse de acuerdo para sacar adelante reformas ingentes a varias Leyes anacrónicas que obstaculizaban la competitividad del país en el comercio internacional. Nada se hizo.

Vino entonces la elección federal del año 2000 que marcó la alternancia de partidos en la Presidencia con el triunfo de Vicente Fox y del PAN. Las opiniones de los observadores señalaban la posibilidad de que sobreviniera el cambio legislativo para adecuar nuestra estructura jurídica y fiscal a las necesidades de los nuevos tiempos. Tampoco acaeció algo venturoso: a los partidos y lógicamente a los diputados y senadores les ganaron el encono ideológico y las rijosidades partidistas. A pocos días de las elecciones de 2006 estamos, nuevamente, en la encrucijada de a ver si ahora, con 16 años de separación de poderes y se supone, de madurez política los afortunados que lleguen al Congreso de la Unión sabrán responder al cuestionamiento: ¿Sirven para algo útil los diputados y senadores?... En todo caso, que lo demuestren.

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