La noticia no pudo ser más desgarradora. Aunque a decir verdad ya estábamos enterados. La enfermedad se había apoderado de su cuerpo zarandeándolo con la fuerza de un vendaval. Nada podía hacerse, el desenlace estaba cerca. Los días que se convirtieron en semanas para después volverse meses, aferrándose a la vida, gastando su físico en un alarde de resistencia, fueron inútiles. La noche anterior había alucinado viendo parientes, que hacía mucho habían muerto. Estaban alrededor de su lecho, le habían dicho cosas que solo él sabía, se las llevaría consigo hasta la tumba. Era lo simplemente grandioso de un hombre que sólo había dado bondad a los demás. Son de esas cosas en las que uno no repara si no es hasta que nos damos cuenta que estamos a punto de dejar de existir. Le vino a la memoria los días felices que disfrutó con sus amigos. Después cuando conoció a la que sería su compañera, que le daría estabilidad emocional. Luego vinieron los hijos, que cuánto disfrutó a su lado. Había cursado una carrera profesional.
Los que lo conocimos no podremos olvidarlo jamás. Su simpatía, su don de gentes, su seriedad que desde muy chico le hacía parecer de más edad. Era alto, de piernas largas, estrecho de cintura, de frente ancha, semblante resuelto, airoso, parecía un profesor a punto de dar su cátedra. No fue ajeno a los deportes. Le gustaba el fútbol, el que practicaba jugando a la cascarita cuando en las canchas de la Escuela Pereyra se juntaba con sus condiscípulos. Sabía ejercer un liderazgo que lo acompañó en todos los años que duró en este mundo. Su carácter recio no lo delataba pero les servía de guía a sus compañeros, con la dulzura que acompaña a los hombres que están destinados a sobresalir por encima de los demás. Sus metas eran simples pero saturadas de ternura. Viviría algún tiempo en la sierra de Puebla para templar su espíritu. Le gustaba sentarse en una roca que sobresalía en las orillas de un precipicio, un balcón natural desde el cual de día se mostraban abajo las azoteas de tejas rojas en casas que parecían de juguete y la majestuosa llanura poblada de árboles en que la naturaleza se había convertido en ubérrima al cruzarla un caudaloso río.
En las noches se oscurecía el campo apareciendo la bóveda celeste cuajada de estrellas que lo invitaban a filosofar sobre la inmensidad del universo. ¿Qué somos los seres humanos?, ¿qué hacemos en este valle de dolores y sufrimientos?, se hacía las mismas preguntas sin respuesta que hicieron nuestros antepasados. ¿Cuáles eran los designios secretos del Señor? ¿De dónde venimos y a dónde vamos? No tenía contestación ni en realidad le interesaba. Se sentía como los antiguos ermitaños que soñaban sus sueños en una solitaria ermita. Le gustaba la vida de los sublimes ascetas buscando su superación en la meditación que las más de las veces se convertía en susurrantes rezos. Eso era él, un buscador de lo desconocido que se encuentra en el interior de los seres humanos. Después de todo le gustaba la vida pero se conformaría con el destino que Dios le hubiera deparado. Después de todo tenía su fin y su principio en creencias que constituían el alimento de una alma sencilla y candorosa.
Hoy no habría tristeza. A sus escasos 45 años llegaba a la otra orilla. Habría terminado su peregrinar dejando la semilla de la vida en sus tres pequeños hijos. Se despedía de su amada esposa. No había sentimientos encontrados. Su padre emergía como un gigantesco roble en el que podía apoyarse y su madre como un escudo que tomaría en sus manos el rosario despejando con su amor el nuevo derrotero que tomaba la vida de su hijo. No les cambió el semblante pues sabían que estaría bien. Lo habían recibido al arribar a este mundo después de un fragoroso viaje de nueve meses. La alegría desbordada se hizo presente. El primogénito había llegado a sus vidas. Es cierto que los padres esperan que sus hijos con mano piadosa cierren sus ojos en el último momento. Sin embargo, la inescrutable decisión del Todopoderoso estaba por encima de cualquier pensamiento humano. Así, con profunda aflicción, dados sus sentimientos religiosos, vendría lentamente la resignación. Hemos nacido para morir algún día, no antes ni después. El consuelo llegaría como un sedante, hágase tu voluntad Señor y no la nuestra. Descanse en paz el ingeniero Javier Ignacio Morales Reyes.