Cuando Vicente Fox Quesada tomó posesión del cargo de presidente de la República, hace cosa de cinco años, los mexicanos teníamos renovadas expectativas de mejora en nuestra calidad de vida, particularmente cuando se habló del “tiempo del cambio” y de la expulsión de “víboras, alimañas y tepocatas” que interferían con el avance nacional. Entonces, el lenguaje coloquial, informal y muchas veces incorrecto, fue permitido, aceptado y hasta festejado; el mismo no había sido utilizado, en lo general, por las altas autoridades en el discurso oficial formal, quizá uno de los pocos antecedentes es el dejado por José López Portillo, quien con llanto en los ojos aseguró “defender el peso como un perro”.
Cuando el presidente pintoresco, de botas vaqueras y vestimenta campirana rompió con el protocolo oficial, fue, sin darnos cuenta, el principio del desgaste de la figura política del primer mandatario de la nación, ejemplo de la institucionalidad que había dado orden –no necesariamente democrático– al sistema político-social mexicano. Pasado el tiempo, sumándose el desgaste natural ocasionado por el poder ejercido y los errores cometidos, la imagen del primer mandatario de México ya no es atendida con las reglas de protocolo y respeto otorgadas anteriormente.
Las instituciones sociales, políticas y religiosas, tradicionalmente han sido el soporte de nuestra vida cotidiana; de ellas se desprenden los grupos intermedios que garantizan la atención de las demandas y necesidades particulares de grupos afines. Esa es la importancia de las mismas, siendo ariete poderoso para promover el cambio.
A mediados del siglo anterior, en Latinoamérica, se dio el fenómeno de transformación de sociedades eminentemente agrícolas a industriales; éste, favoreció los cambios en la política económica de los países, una consecuente transformación de los procesos administrativos, incluidos los públicos y muchas reformas estructurales de la sociedad, que de rural pasaba a urbana y exigía otro tipo de servicios y garantías individuales.
Junto a ese cambio se dio el incremento de los niveles educativos de la población en general, creando el ambiente adecuado para la aparición de las sociedades intermedias exigentes de la transformación, actualización y reorganización de las instituciones nacidas en las épocas coloniales y que desde entonces no habían tenido reformas de fondo.
Así, en las políticas, aparecieron no sólo secretarías de Estado, sino subsecretarías, direcciones generales y otro tipo de dependencias oficiales, todas encaminadas -al menos por definición– a atender eficiente y eficazmente los reclamos de la sociedad moderna. Con el paso del tiempo, estas organizaciones político-administrativas han ido perdiendo el poder concedido anteriormente por el ciudadano común y se instrumentaron reformas limitantes de su autoridad y dan, inclusive, medios para su vigilancia y hasta exigencia de respuestas concretas; ejemplo: las organizaciones orientadas a asegurar la transparencia.
Igual sucedió con otras sociales, especialmente las hoy denominadas “no gubernamentales”, que siendo independientes de la autoridad política, dedican sus esfuerzos a apoyar al Estado en la búsqueda de mejores condiciones de vida, ya fuera en clases marginadas o desprotegidas –caso de los ancianos y los huérfanos– , o minoritarias –como las de identidad de género–.
Lo mismo sucedió con las instituciones educativas, que a partir de esas fechas –años cincuenta y sesenta– dejaron de ser exclusivamente las subsidiadas por el Estado, apareciendo las particulares, laicas o de inspiración cristiana, hasta las recién propagadas, las corporativas, cuyo fin principal es generar dinero a través de proveer servicios de instrucción a la comunidad.
En las instituciones nacen y se promueven, hasta la fecha, reglas y normas reguladoras de la vida cotidiana de la sociedad y es por medio de ellas que los habitantes de cualquier país o región empujan sus iniciativas e ideas, a fin de atender sus intereses y mejorar sus formas de vida. Por su conducto, se expresa la voluntad de las comunidades y se actúa en consecuencia, caso de la promulgación de leyes, función del Poder Legislativo. Si cumplen o no con su responsabilidad histórica, es otro tema.
Hoy día, nadie puede negar que las instituciones están en crisis; las políticas, con sus integrantes, sufren como nunca el desprestigio y la pérdida de confianza por parte de la ciudadanía, generando como consecuencia la mala imagen de los servidores públicos en general. Lo invito a pensar en el juicio hecho de una persona, cuando sabe que se dedica al servicio público.
Lo mismo sucede con las religiosas, incluidas todas las Iglesias cristianas y de otras religiones, que por las debilidades humanas de quienes las encabezan, perdiendo la imagen sublimada otorgada por el creyente. Hoy en día, los pastores y sacerdotes cristianos no tienen el mismo grado de influencia y respeto, el concedido anteriormente por los miembros de sus organizaciones; la participación poco afortunada de algunos, en temas políticos y de enfermedad social, hecha con mala visión y hasta equivocado enfoque por la errada información y pobre dominio, pauta para el ataque de los detractores que las atacan y minan en su respetabilidad.
Las educativas también sufren y se enfrentan a la necesidad de reaccionar y cambiar desde sus bases; los profesores, personajes antes altamente respetados, son ahora exigidos a demostrar sus capacidades humanas e intelectuales, en un sistema de enseñanza donde “el maestro dice” ha dejado de ser Ley, dando paso a la figura del facilitador que aprende y profundiza en el conocimiento, junto a sus estudiantes, inclusive llegando a ser cuestionado.
El desprestigio por el sindicalismo mal orientado, ha hecho daño y no pasa desapercibidos los nuevos organismos educativos, muchos de ellos creados y sostenidos por las propias empresas, buscando capacitación más orientada a sus particulares necesidades y que han desplazado, al menos en parte, a la figura tradicional de escuela.
La familia como institución, base de la sociedad, tiene necesidad de fortalecerse y hasta reorganizar sus jerarquización de valores. Los índices de divorcio, cada vez más frecuente, la temprana salida del hogar de los hijos y el cuestionamiento de las líneas de autoridad a su interior, hace que su función de célula social fundamental, educadora y facilitadora del desarrollo humano, sea discutida y hasta replanteada en muchas comunidades occidentales. Vivir con los padres, luego de los 20 años o durante la vida universitaria, no es cosa común en el mundo anglosajón y esa forma de ser está penetrando cada vez más entre los latinos; habrá que ver si es para bien o para mal.
La realidad es que el mundo sigue cambiando, incluso en su organización institucional básica y queda a nuestra responsabilidad participar en esos movimientos, influyendo en ellos para mejorar. Lo más sencillo y efectivo, como siempre, es educando desde abajo, en nuestro medio íntimo familiar, desarrollando en los jóvenes la inquietud por conocer y participar, ser elementos activos de la sociedad.
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