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Juárez, el guillotinado por excelencia

¿En qué momento se inició la moda de las cabezas de Juárez, liberadas del cuerpo, temibles avisos a esa eternidad que cada espectador concentra? Muy probablemente, al darse el cambio del gusto público, que afecta a los encargados de distribuir y patrocinar estatuas. De golpe y vistazo ?lo clásico? agotó sus admoniciones, se disipó el sueño de los entornos grecolatinos (la patria, definitivamente, no es la Medusa), y el gobierno ingresó al patrocinio de lo nuevo, que en materia presupuestal se define como ?lo imprecisable?. Y el héroe a la disposición de lo nuevo, por su papel en la construcción del Estado laico, la secularización y la idea de México (ya para no mencionar sus hechos portentosos y su representación del genio nativo) es Benito Juárez, indígena, antiimperialista, anticlerical, la cumbre de los self-made-men de la República.

Juárez, el impasible, preside las plazas, las carreteras, las extensiones baldías, los nichos laicos. Otras cabezas entrarán en competencia (la de Pancho Villa, la de Miguel Hidalgo, la del presidente Adolfo López Mateos) pero la de don Benito es admonitoria porque lo incluido en sus retratos ?el semblante pedagógico, la mirada puesta en el horizonte patrio, los rasgos negados a la sonrisa? es anticipo perfecto de las estatuas y su ampliación cabezomáquica. Juárez, el presagio que cierra y abre el porvenir; Juárez, el monopolista del odio de los reaccionarios que, en principio, lo son porque lo detestan.

II

En 1972 David Alfaro Siqueiros, un especialista en la derrama de símbolos, se acerca al tema. Como Diego Rivera, José Clemente Orozco, Rufino Tamayo y José Chávez Morado, Siqueiros ya ha pintado a Juárez, pero esta vez el homenaje se escapa definitivamente del óleo. Según algunos malquerientes o bienquerientes, ?a escoger?, Siqueiros ya estaba enfermo y el proyecto lo lleva a cabo su cuñado, Luis Arenal, que, oficialmente, lo termina a la muerte del coronelazo.

Sea de Siqueiros o de Arenal, el ?acueducto totémico? cuyo remate es la Cabeza de Juárez rige las obsesiones de la calzada Zaragoza, y deleita a los fotógrafos del Mexican Curios y a los sociólogos instantáneos: ?un país que se da el lujo de tamañas estatuas ya no necesita héroes?. Este Juárez, quizás paradójicamente, responde a los condicionamientos de la sociedad de masas: es horrible y terrible, se vuelve adicción óptica, es vulnerable y es invulnerable, contraría los gustos establecidos y los gustos por venir, y abre un espacio donde la contemplación atraviesa por el tremendismo, por la semilla de la estética nueva o de la desaparición de la estética.

III

Desde la década de 1930 todo se vale en materia de escultura monumental, literalmente todo. Los ancestros indígenas adquieren la nobilísima musculatura de los body-builders en Aztlán, bajo la premisa: si no hay cuerpos perfectos no hay tal cosa como la Raza de Bronce, y la musculatura impecable le conviene al pasado, porque le evita la pena de las semejanzas con el presente. La hermosura es lo clásico, se desdibuja cualquier realidad de obreros y campesinos y los seres míticos atraviesan por el cemento en su persecución del cielo de la patria. Como podrían demostrar los sombreros gigantescos y los charros dorados, en los escultores influyen los cómics, el cine de horror y el cine fantástico. Un bendito de la patria cabalga en plena emulación de Tom Mix o John Wayne, y otro se yergue, infinitamente pétreo, en claro presentimiento de The Hulk o Godzilla.

¡Un diluvio de estatuas! Ahí está la sucesión dictatorial de próceres, paladines, benefactores de la patria y del lugar natal. Lo que en algo contribuyó a la nacionalidad debe verterse al idioma figurado y real de la escultura. Sin esto ?he aquí la premisa y la conclusión? no hay garantía de nobles sentimientos y, por acción de ese olvido que es la consignación sólo registrada en libros, los hechos que demandan la complicidad de la gratitud. Y cada uno de los poderosos se considera acreedor a su estatua, y si se puede a su jardín escultórico. El jefe de policía capitalino (1976-1982) Arturo Durazo Moreno le encarga a don Octavio Ponzanelli la hechura de su busto y de las ?estatuas griegas? en su Partenón. Y así sucesivamente. Si esto va en detrimento del arte escultórico en México, apuntala las merecidas vanidades de quienes no se conciben sin su doble en bronce o en piedra.

Casi nadie se escapa ?y allí están las familias para evitarlo? de la tentación de las estatuas. El político y el empresario Carlos Hank González tiene una en su pueblo Santiago Tianguistengo, el presidente José López Portillo posee varias, el cardenal primado Norberto Rivera contempla en su pueblo de Durango a la figura enorme que lo consagra, el líder de la CTM Fidel Velázquez dispone de su símil de piedra, el líder del PAN Manuel Clouthier cuenta con su monumento en la avenida Insurgentes, rodeado de la niñez que llevará al triunfo sus ideas. En la avenida Balderas hay una estatua del Empresario Desconocido pero Reconocible. ¿Y qué decir de Cantinflas, Pedro Infante, Jorge Negrete?

IV

La escultura monumental por fuerza, se afilia a lo abstracto y a las pasiones geométricas. De pronto, o así parece, los otorgadores de contratos se alborozan con los trabajos de Sebastián, un geometrista del PRI (véase su foto, arrobado, aplaudiendo a Roberto Madrazo). Sebastián extiende por todo el país los beneficios ?si así se les quiere llamar? de su obra, impone o propone sus piezas gigantescas en casi todas las estatuas, se jacta de su Caballo en el Paseo de la Reforma. A quienes señalan que su monstruosismo no es un género escultórico sino una catástrofe estética, él les responde con otra asignación: ¿qué se le va a hacer? Los alcaldes o los gobernadores o los funcionarios culturales que le encargaron sus piezas de geometría clonada no se quedan a ver los resultados, y los paseantes se van rapidito.

En México, todavía, el valor de caudillos, mártires, artistas notables y valores entrañables se determina por el número de estatuas adyacentes, y por la mezcla de terquedad y docilidad usada por monumentos y bustos para acomodarse al avance omnívoro de lo urbano. Lo malo es que las esculturas heroicas son una especie desvanecida, y el geometrismo a lo Sebastián es el ejemplo irrepetible. Queda entonces recordar, estremecidos, la Cabeza de Juárez.

¿En dónde comienza y en dónde termina la educación visual? Si nos atenemos a la escultura monumental, el principio y el fin son intercambiables. ¿A dónde mirar? La Ciudad de México y las demás ciudades grandes del país son conspiraciones o trampas visuales, que obligan a diluir la mirada, a ver sin ver. ¿Tienen la culpa Juárez, Hidalgo, la geometría o los empresarios? Probablemente no, pero hay algo de responsabilidad en los modelos de las estatuas. ¿Por qué no cuidaron sus actos o sus formas si sabían que desembocarían en estatuas?

Escritor.

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