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Juárez es único/Hora Cero

Roberto Orozco Melo

En el libro ?Juárez: su obra y su tiempo?, Justo Sierra escribe las palabras con que Ignacio Altamirano narraba la incorporación de Benito Juárez a la revolución de Ayutla de 1854 encabezada por el general don Juan Álvarez en contra del dictador Antonio López de Santa Anna:

?Un día apareció en su séquito un personaje insignificante, una especie de cura de indios cabalgando sin un solo movimiento de impaciencia o cansancio sobre una mula habituada a las asperezas y dobleces interminables de la montaña que separa a la costa, de Chilpancingo y Cuernavaca. Aquel señor, que frecuentemente hablaba con el general rebelde y a quien éste guardaba muchas consideraciones, era el licenciado Benito Juárez, un excelente liberal desterrado por Santa Anna a los Estados Unidos?.

El ilustrado zapoteco había retornado a México desde Nueva Orleans cuando supo de la rebelión de Ayutla, a la cual se adhirió. En 1855, una vez triunfante el movimiento y designado presidente el general Álvarez, a Juárez se le hizo responsable del, hasta entonces inoperante, ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Desde esa cartera Juárez impulsó el decreto que suprimía los fueros eclesiásticos y militares que agobiaban al pueblo mexicano.

Así inició Juárez la exitosa carrera política nacional que lo conduciría, en una eterna lucha, a la secretaría de Gobernación, a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia y en varias ocasiones a la misma presidencia de la Nación, donde su fatigado corazón dejó de latir el 18 de julio de 1872, después de haber vencido a los conservadores mexicanos y de recuperar la República que había venido a usurpar Maximiliano de Habsburgo por órdenes de Napoleón III.

Desde entonces Juárez se convirtió en un símbolo para los mexicanos de las siguientes generaciones y no hay ahora pueblo que no tenga escuela, calle y estatua con el nombre y la efigie del Benemérito de las Américas. Tampoco existe biblioteca alguna que adolezca de un fondo bibliográfico sobre Juárez. Y no hay político, sea cual sea su filiación partidista, que no cite en su oratoria el nombre de don Benito. Bueno, hasta el arzobispo Primado de México, pareció parafrasear involuntariamente a don Quijote de la Mancha: ?con Juárez hemos topado, Sancho?, al dedicar al prócer un ensarte de conceptos laudatorios que, de haber estado vivo, hubiera recibido con una sonrisa austera y picaresca.

Con todo y los doscientos años de don Benito y los cien de la Revolución Mexicana, creemos que ha llegado el tiempo de analizar nuestro panteón de hombres hegelianos. Quiénes si, quiénes no y quiénes más o menos son los personajes que merecen el bien y la memoria de la patria. El calendario ya no puede cargar con todos aquellos nombres que la historia de bronce consigna en sus páginas y menos aún si cada día les agregamos a los ancestros de los políticos de moda, a los tíos de las muchachas y a los gobernadores, caudillos, cabecillas o líderes de esto, de lo otro y de lo de más allá que fueron nuestros apreciados amigos.

Repleto hasta el tope, el arenero de la fama no podrá con más, por lo que deviene premiosa la necesidad de empezar a sacudir y filtrar lo que se mueva y amontone en la superficie de la coladera. Subsistan sobre el cedazo las piedras grandes, sólidas y resistentes y salgan al vacío el cascajo y la arenilla por los intersticios de una estricta crítica histórica. Se salvarían sin duda Hidalgo, Morelos y Guerrero del período de la insurgencia; Benito Juárez y Porfirio Díaz en la etapa formativa de la nación mexicana; Madero y Carranza por sendas revoluciones, la política y la social en el convulsivo siglo XX y Lázaro Cárdenas por la reconstrucción post revolucionaria y la instauración de la justicia social. Y nadie más, pues debemos confesar que desde 1920 hasta el martes 22 de marzo, no han surgido nuevos nombres de individuos o colectivos a los que podamos lucir como seres excepcionales.

Debemos reconocer, no obstante, a algunos grupos generacionales que colaboraron para el progreso del país y el avance de las instituciones políticas: la insurgencia independentista, vista en conjunto; la sociedad de la reforma y sus avances para la constitución del Estado mexicano; la República Restaurada con el porfirismo progresista a cuestas y el sangriento saldo generacional de los años corridos entre 1910 y 1929. Y luego en episodios subsecuentes y aislados los protagonistas y víctimas de las luchas políticas que siempre ganó el PRI a costa de violencia: el vasconcelismo, almazanismo, el henriquismo, el padillismo y los movimientos estudiantiles universitarios de 1929, 1968 y1971 que abrieron los ojos de la sociedad a la autonomía de la UNAM y a la necesidad de un cambio democrático.

México ha sido obra de todos y no de un hombre solo o de unos cuantos individuos; entre ésos todos hay personas de grandes méritos que, sin embargo, sólo alcanzarían el segundo, el tercero y el cuarto plano en la pirámide de los homenajes.

Hidalgo y su generación plantearon, pero no alcanzaron a ver, la consumación de la independencia nacional; pero Juárez dio a la República el perfil legal de un Estado moderno y democrático, aunque tuvo que luchar, a veces contra las ambiciones de quienes lo seguían, incluidos Porfirio Díaz y Sebastián Lerdo de Tejada. Por sus méritos homenajeamos el martes pasado a don Benito Juárez, y en su turno a los otros mexicanos excepcionales que la propia historia vaya cerniendo con su análisis. Pero Juárez es único y de ahí la estatura de su reconocimiento.

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