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Jugar con lumbre

Federico Reyes Heroles

Para Sergio Sarmiento, víctima de un horror legislativo

“Si los lobos contagian a la masa, un mal día el rebaño se convierte en horda”. Jünger

Independientemente de los colores partidarios, el dos de julio del año 2000 trajo muchos beneficios a México: la alternancia como demostración de la pluralidad llegó al más alto nivel de gobierno; se ratificó la vía pacifica en la modernización del país, las instituciones electorales comprobaron su madurez, etc. Pero esa fecha también produjo una embriaguez peligrosa: la vida electoral no es representativa de la solidez del resto de las instituciones de la República, menos aun del avance de la cultura cívica y legal de México. Mientras el IFE cuenta con el respaldo de casi el 70 por ciento de los ciudadanos y el TRIFE de un porcentaje muy cercano, los legisladores (diputados y senadores) y la policía compiten por el desprecio de los mismos mexicanos.

Un 53 por ciento considera que los legisladores sólo defienden los intereses de sus partidos y el 13 por ciento que pelean por sus propios intereses. (ENCUP I y I) No es de extrañar entonces que la primera opción ciudadana para manifestar inconformidad sea participar en marchas y plantones (40 por ciento) y que el voto sea una alternativa menos socorrida que hablar a un programa de radio. Si a ello se le agrega que el 81 por ciento no se siente representado por ningún partido o que para el 80 por ciento de los ciudadanos los políticos no toman en cuenta a la gente en sus decisiones, pues resulta que el panorama no es de relajamiento.

Las contrahechuras de la incipiente democracia mexicana son infinitas, casi el 30 por ciento de la población piensa que la democracia será peor en el futuro y 60 por ciento se manifiesta inconforme con ella; el 31 por ciento piensa que la política impide el mejoramiento del nivel de vida; 60 por ciento cree que unos cuantos líderes decididos harían más por el país que todas las leyes juntas. Como remate según los números de The Wall Street Journal un 28 por ciento preferiría un régimen de ¿mano dura? a la democracia. En el basamento del problema se encuentra una muy débil cultura de la legalidad: tres de cada cuatro mexicanos considera válido sólo respetar aquellas leyes con las cuales uno está de acuerdo y más de un 15 por ciento acepta la idea de hacerse justicia por propia mano. El prestigio del IFE brega en contra de mares de desprestigio institucional, bajos niveles educativos y una enorme ignorancia.

A la buena imagen del IFE se contrapone el resto que explica por ejemplo que el 70 por ciento de los abstencionistas -o como bien dice el consejero electoral de Guerrero, el maestro Pérez Molina- de los ausentes de 2003 fueran jóvenes. Ese es el contexto del 2006, pero parece que algunos lo han olvidado. Sólo así se explica la irresponsabilidad de ciertos actores políticos, en particular el candidato del PRD y del presidente de ese partido, que parecieran haber incorporado en su discurso de campaña la estrategia de atacar al árbitro, al IFE, e invocar fantasmas para ocultar sus tropiezos. Lo que era posible y probable ya ocurrió, las encuestas muestran un empate técnico entre López Obrador y Calderón cuando no una ventaja del candidato panista.

Justo en ese momento los perredistas descubren un nuevo ¿compló?: ahora las encuestas de Reforma no se levantan en el campo, son facturadas en Los Pinos. En las truculentas imaginerías del López Obrador y algunos de sus seguidores, el IFE es el centro de la conjura para impedir su inminente triunfo. Si no fuera un asunto serio la inmadurez e incongruencia de López Obrador deberían provocar risa: se comporta como un niño malcriado, mal educado que quiere que todo se haga a su modo. No asiste a las reuniones con los representantes del empresariado, no va al debate frente a decenas de millones de mexicanos, decide no contestar las concretas preguntas de Víctor Trujillo porque él es distinto, no está sujeto a las pruebas de sus terrenales competidores. En la profunda soberbia, en el autoritarismo latente, en la ignorancia de muchos temas y en las pueriles pataletas de López Obrador es donde se encuentran las explicaciones de su declinación, pero ese es asunto de ellos.

Lo que si nos incumbe es que la paranoia como discurso no afecte a las instituciones que tanto trabajo ha costado construir. ¿Qué pretende el señor Cota al insinuar que un gran fraude puede estarse fraguando? ¿Y las pruebas? López Obrador lleva años lanzando verdaderas afrentas a las principales instituciones del país: la Suprema Corte, el Congreso, el Banco de México y también contra grupos de la sociedad mexicana como fue el caso de considerar ¿parásitos? a los banqueros.

En corto lanza que se trata de una estrategia de campaña, que no hay de qué preocuparse. Pero el hecho es que juega con lumbre pues su discurso de carácter incendiario da por sentado que él -de nuevo la vanidad- sería capaz de reencauzar al país. Qué arda Troya, yo traigo un extinguidor. México no está para este jueguito. No puede haber concesiones. López Obrador y los líderes del PRD deben definirse como oposición leal, deben ratificar que han aceptado las reglas del juego. Bienvenidas las críticas pero ya entrados en la contienda no tienen derecho a descalificar al árbitro cuando no les gusta el marcador.

Tampoco se vale amenazar con movilizaciones como fórmula para negociar lo innegociable: unos resultados adversos. Lo preocupante del síndrome es que se sustenta en una negación sistemática de la realidad. La realidad son los debates, son las preguntas incisivas, son las encuestas, las que agradan y las que no, son los resultados, favorables o adversos. Lo preocupante del síndrome es no mirar la sequedad de la pradera. Ya en el incendio nadie se salvaría, ni siquiera quien lo provocó.

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