En ?Vamos a Ganar?, el voluminoso libro sobre la segunda campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas (1994), Adolfo Aguilar Zinser apenas si menciona a Andrés Manuel López Obrador. En contraste, al empezar 2005, Alejandra Lajous publicó un excelente recuento de nuestros últimos años titulado ?AMLO: entre la atracción y el temor?. Al comparar estos dos libros simplemente subrayo lo obvio: en poco más de un decenio, López Obrador se ha convertido en una figura central de la política mexicana y de la incipiente democracia mexicana.
Priista de formación, López Obrador es un rebelde por naturaleza. Lo cual, cabe recordar en estos tiempos del disimulo, no es necesariamente un defecto. Desde sus inicios en la política, destacó pronto porque quiso imponer al priismo tabasqueño sus propios métodos, más populares, donde se atendía más a las bases que a las élites. Éstas no le permitieron que redistribuyera el poder partidista y terminaron echándolo de la dirigencia del PRI, partido al que finalmente renunciaría en 1988 para sumarse a Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo.
Hábil armador de redes ciudadanas, López Obrador fundó el PRD en Tabasco y le disputó a Roberto Madrazo la gubernatura de ese estado en noviembre de 1994. La maquinaria priista echó mano de sus peores mañas y ensuciaron una elección donde, según algunos recuentos, en más del 70 por ciento de las casillas hubo irregularidades. La protesta de López Obrador llegó al Zócalo, donde tuvo su momento cumbre cuando en 1995 demostró, con pilas de documentos, que Madrazo había rebasado al menos 30 veces el tope legal de gastos para la campaña electoral. La debilidad del entonces novel presidente Ernesto Zedillo le permitió a la camarilla priista tabasqueña arropar a Madrazo, quien no sólo no cayó sino que ha podido maniobrar para regir en los subsecuentes gobiernos tabasqueños.
Con este repaso de la vida de López Obrador previa a su paso por la presidencia del PRD a finales de los noventa y por la jefatura de Gobierno del Distrito Federal de 2000 a 2005, enfatizo una sola cosa: hoy el país le debe a López Obrador algo de la democracia en que vivimos.
Desenmascaró a priistas y a poderosos. Y con ello aceleró la caída del régimen de partido único y contribuyó a la formación de instituciones electorales y fiscalizadoras. Sus críticas a quienes se beneficiaron indebidamente del Fobaproa son clave para tratar de evitar que atracos monumentales al pueblo se vuelvan a repetir. Regatearle a AMLO sus aportes es mezquino. Y en medio de la polarización que vivimos es fácil que en el día a día perdamos de vista la trayectoria de todos los actores que tenemos enfrente.
La pregunta es si el propio López Obrador no ha perdido también la dimensión de quién es y cuál es su proyecto democrático.
Todos aspiramos a ese lujo llamado congruencia. Forjado en la adversidad, taimado luego de ser víctima de un sinfín de trampas, López Obrador aparece en estos momentos como un entercado político, aferrado a su verdad y autoinstalado en un pedestal desde el que pontifica. Político joven a sus 52 años, parece que a López Obrador le está ganando la prisa. Tiene urgencia en demostrar un supuesto fraude que prácticamente sólo él parece haber visto, porque ni siquiera tengo claro que su equipo esté del todo convencido.
La campaña electoral fue sin duda desigual. Poderes fácticos y formales sí colaboraron para beneficiar a un candidato, el panista Felipe Calderón, con medios legítimos y otros más bien cuestionables. Hubo, es cierto, irregularidades en el proceso. Y López Obrador tiene todo el derecho a impugnar. Pero también debe recordar que, como decía Giovanni Sartori, la democracia demanda moderación. López Obrador ha sido hasta ahora un demócrata, ojalá lo siga siendo. Lo necesitamos para consolidar la democracia.
Salvador Camarena es editor de la revista Chilango.
