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La austeridad paga, el derroche no/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Todavía es temprano para analizar los resultados de la elección municipal y legislativa en el Estado de México. Los cómputos de mañana miércoles dirán con mayor precisión de la disponible hoy cuál es la nueva geopolítica de la entidad (sin perjuicio de los casos que sólo quedarán en definitiva resueltos tras las decisiones judiciales que dirán la última palabra). Y el domingo se conocerá (con la misma salvedad de la etapa judicial) la composición de la nueva Legislatura, llamada a decir a su vez el veredicto final sobre la Administración de Arturo Montiel, pues deberá examinar la cuenta pública de sus dispendiosos meses postreros como gobernador.

Pero una conclusión puede aventurarse hoy, relacionada con la ineficacia del derroche propagandístico, del desperdicio de dinero en aras de conseguir un resultado análogo al del año pasado, en que la fuerza de la propaganda, pagada con carretadas de dinero (recursos públicos y aportaciones privadas en proporción que algún día conoceremos) convirtió a un desconocido en gobernador de la entidad más poblada del país. El despliegue propagandístico de los partidos y el órgano electoral, su enorme costo, no fueron capaces de llevar a los votantes a las urnas en la medida esperable ante la magnitud del gasto.

También falta tiempo para conocer con plena certidumbre el tamaño de la deserción ciudadana, pero lo sabido ahora es suficientemente claro como para preocupar a todos, incluidos los propios abstencionistas. Sesenta por ciento en números redondos de un padrón de nueve millones de personas implica que alrededor de cinco millones permanecieron en sus casas, al margen de la elección de munícipes y diputados. Es imposible determinar, al menos por ahora, hasta que se estudie el fenómeno en sus interioridades, qué indujo a los ciudadanos que acudieron a inscribirse al padrón electoral a ausentarse de las urnas. Teniendo en cuenta que siempre hay una porción amplia que se abstiene, se sabe que a unos en general la función electoral no les interesa, bien porque ignoran su potencial o porque descreen que lo tenga.

También podemos saber que algunos abstencionistas lo son deliberadamente, porque las opciones no les satisfacen, o porque quieren de alguna manera hacer sentir su insatisfacción con el sistema electoral. Entre estos últimos acaso esté creciendo el número de quienes rechazan el derroche propagandístico y quieren esterilizar el absurdo gasto. Mientras más gastes en llamarme a votar, parecería que dicen a partidos, candidatos y autoridades, menos sensible seré a tu llamado.

Aunque no sea compartible ningún criterio que sustente la abstención, de haberse concretado este último en la elección mexiquense, habría que examinarlo con atención. Debe recordarse que una porción alta de los abstencionistas de la elección federal de 2003, encuestados por Reforma, atribuyó a ese dispendio su conducta. De suerte que acaso deberíamos hacernos cargo de que el paradigma de que a mayor propaganda más participación acaso no esté funcionando en la circunstancia mexicana.

En el ámbito federal tenemos, quizá, elementos para avalar esta hipótesis. Es un hecho que en la etapa preliminar, en las precampañas de todos los partidos, los aspirantes que más gastaron -Bernardo de la Garza, Arturo Montiel y Santiago Creel- vieron frustrados sus propósitos. Ninguno de ellos figurará en las boletas que ya han comenzado a imprimirse. El suyo, o el de quienes los financiaron, fue dinero tirado a la calle. Algo semejante está ocurriendo en esta etapa de la campaña formal. A un gasto elevado no corresponde una mejor posición en las encuestas. Tal vez se trata de una verdad provisional, que el paso de las semanas puede desmentir. Pero al cumplirse esta semana dos meses de campaña, las erogaciones multimillonarias no sirven para convencer a los ciudadanos de la pertinencia de un candidato o de una propuesta (si es que las descubren en el proceloso mar de confusiones en que navega el proceso electoral). Así lo manifiestan las cifras.

Ayer, el diario El Universal publicó los resultados de su encuesta de intención de voto presidencial. No es novedad, porque así ha ocurrido invariablemente desde 2003, que Andrés Manuel López Obrador aparezca en el primer lugar de las preferencias. Ya casi tampoco lo es que Roberto Madrazo figure en el tercer lugar, superado reiteradamente por Felipe Calderón. Lo que ahora llama la atención es el contraste entre el gasto propagandístico y ese resultado. Ese mismo periódico ha encargado a una empresa de monitoreo medir la presencia mediática de los candidatos, y el precio que por ella debieron pagar. Se utilizan para ese cálculo las tarifas públicas de los medios, y acaso por ello el resultado no corresponde exactamente a lo pagado, por las condiciones particulares que cada candidato puede obtener y que no son del conocimiento de los ciudadanos ni de la autoridad. Pero aun con ese entendido, los niveles del gasto son elocuentes, y hablan de su esterilidad o, para no exagerar, de su ineficacia. Quien menos dinero está invirtiendo en los medios (aun si se incluye su infomercial de media hora por las mañanas en el canal Trece) es el candidato de la coalición Para el bien de todos, el mismo por el cual se inclina la mayor parte de los consultados en las encuestas. Nadie ignora la diferencia entre responder una encuesta e ir a la urna. Pero aun en ese entendido podemos congratularnos de que la austeridad sea rentable.

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