Los ánimos de los familiares de los mineros atrapados la madrugada del domingo antepasado están tensos. No se hacen a la idea de pensar que no serán rescatados. Hay un sentimiento que atenaza el corazón en una angustia que crece con el paso de las horas, que hace perder la paciencia. Es un sordo reproche que no lo calma nada ni nadie. No ocurrió un suceso que no pudiera preverse, se comentan unos a otros. Con el desplome de la mina también se desplomó la confianza y afloró una nube más negra que la del carbón que es la impresión de que todo pudo haberse evitado si se toman las medidas que se requieren en un oficio tan riesgoso para la salud. El fantasma de la silicosis acompaña al obrero cada vez que baja al socavón, siguiéndolo durante los años que presta sus servicios. Es el fino polvillo que se desprende de la roca que es barrenada, provocando su inhalación continuada una fibrosis pulmonar que reduce la actividad respiratoria.
Pero lo peor, si es que puede haber algo peor que la insuficiencia ventilatoria, es cuando el minero queda sepultado a consecuencia de un derrumbe. Si el desplome de rocas no lo matan, el gas metano se encarga de hacerlo, a menos que le dé el tiempo suficiente de protegerse para esperar que lo rescaten. Largas horas de espera en que la falta de agua lo hará desfallecer. La noticia la recibieron los familiares que habían permanecido estoicos enterándose que se abrían tumbas en el panteón de la localidad y que recibirían tal o cual cantidad de dinero para paliar el dolor en caso de que los trabajadores fueran encontrados sin vida, lo que finalmente ha sucedido. Luego les hablarían a uno por uno para terminar la pesadilla. Un día antes, en el campamento habilitado alrededor de las instalaciones, se suscitó una zacapela en la que mujeres con los sentimientos a flor de piel arremetieron en contra del secretario del Trabajo al que increparon duramente pidiéndole les hablara con la verdad, al que una mujer enloquecida por no saber la secuela que dejó la tragedia se le colgaba de la cintura mientras aquel caminaba para refugiarse tras una alambrada.
Nunca se sabrá que provocó la explosión o se dará a conocer que se debió a causas naturales, que son los riesgos propios del oficio. El que quiera pensar que hay algo que se oculta no sabe lo que dice. Es cierto que hubo una coincidencia entre el paro que preparaban los mineros y el estallido que produjo las muertes. En efecto, esa fatídica madrugada, en protesta, dicen las notas periodísticas, se habría de realizar un paro de labores, pero eso no debe conducirnos a la paranoia estructurando teorías que no tienen ningún sustento. Un accidente como ha habido en todas partes del mundo es lo que ahí ocurrió, pensar más allá es monstruoso. Las minas de carbón tienen bien ganada la fama de ser sumamente peligrosas.
La tragedia conmovió los cimientos de una sociedad concupiscente que una vez que vio satisfecha su curiosidad le dio vuelta a la página del periódico o apagó el televisor olvidándose enseguida del asunto. Cada quien regresó a sus ocupaciones rutinarias hasta que ocurra otro evento que los saque del marasmo en el que están parapetados pretendiendo no ver la realidad de las injusticias que cotidianamente se cometen. Hemos visto los andurriales en que se mueven familias famélicas a las que les ha tocado cargar con el pesado fardo de la pobreza. Nadie advierte que son seres humanos condenados al ostracismo en su propia patria. Los tiempos que se viven son de un egoísmo social que asusta. En fin, hallarán los cuerpos inertes de los trabajadores. ¿Se dirá que fue el destino, la mala suerte quien generó la catástrofe? No hay problema, las autoridades federales cooperarán como siempre lo han hecho. En este mismo mes, se dice, hubo inspectores de la Secretaría del Trabajo que dieron su visto bueno para que siguiera operando la cantera, doce días después se produjo el holocausto. Una mujer, de las que permanecían en las afueras del complejo minero, sentenció: “el dinero habla más que un mudo”.