Los abusos se esconden en palabras. Las palabras se convierten en instrumentos del ocultamiento, del engaño. Nadie como George Orwell describió esas coartadas intelectuales. En su ensayo sobre la política y el inglés, el autor de 1984 hablaba del uso frecuente de las palabras carentes de significado. En la crítica literaria, por ejemplo, usar vocablos como plástico, humano, sentimental, natural, vitalidad es lanzar piedras al vacío; soplar pompas de jabón. Palabras que no remiten a ningún objeto que podamos conocer. El abuso es mayor cuando entramos al vocabulario político. La palabra fascismo, decía él, no significa nada, más que algo que no nos gusta. No se trata de una confusión intelectual, sino de un abuso, una deshonestidad. Quien habla o quien escribe sabe bien que la palabra es un disfraz y aún así la emplea.
Las dos versiones del pasado autoritario que se disputan hoy el poder en Oaxaca recurren a la técnica denunciada por Orwell: encubren sus atropellos en palabras que proyectan algún encanto. Los niños asesinados en una guerra no son eso, muertos. Se les llama daños colaterales. Como si el peso de la muerte se disolviera en esa frase fría de archivista. De misma manera el abuso político se esconde en dos palabras. La primera es soberanía. La segunda pueblo. El Gobierno de Oaxaca no se sostiene por necedad sino por defender la autonomía de su estado. Es la soberanía lo que defiende el gobernador oaxaqueño. Ceder significaría a su juicio, abrirle el paso a intereses ajenos. Quienes piden mi renuncia hablan con acento distinto al nuestro, dice. No son oaxaqueños. A mí me eligieron los ciudadanos de este estado y no pienso ceder ante la intervención de los extraños. Así lo pone el Ejecutivo local: ?Oaxaca es un estado soberano; lo que incumbe a los oaxaqueños lo resolvemos nosotros sin intervención de nadie más?. No se necesita mucha reflexión para descifrar el sentido de esa lógica. El territorio de Oaxaca marca los linderos de un poder no sujeto a límites. El gobernador ejerce su imperio absoluto en el estado. No hay nadie que legítimamente pueda llamarlo a cuentas. Soberanía se convierte en la palabra que ?blinda? sus atropellos. La Federación se retrata por mismo mecanismo como una potencia extranjera y belicosa.
El fundamento electoral se emplea igualmente como refugio impenetrable. No importan en este caso los cuestionables cimientos de la elección. Basta el voto para justificar un mandato atado a seis años. Cualquier recorte al sexenio sería un dulce a los violentos, una ruptura del orden constitucional, un insulto a los ciudadanos y por supuesto, una afrenta a la soberanía local. Cualquier consideración a la responsabilidad, a la prudencia debe dejarse a un lado. La obcecación se disfraza de orgullosa defensa de la legalidad. La obsesión suele ostentarse como marca de dignidad.
Del otro lado, las arbitrariedades también encuentran máscara. Se trata de una acción del pueblo. Acciones que, por ese hecho, se vuelven incuestionables. Es el pueblo quien actúa, es el pueblo quien decide, es el pueblo quien obra. Opera aquí una extraña concepción democrática. Se trata de una idea vastamente extendida en el imaginario mexicano, legitimada por nuestra reconstrucción de la historia y edulcorada por una buena cantidad de publicistas. La sociedad civil no se entiende como un espacio en el que actúa una diversidad de organizaciones autónomas. No se concibe como una esfera de acción civil regida por leyes y limitada por la natural parcialidad de los sujetos participantes. Por el contrario, se imagina la sociedad civil como un actor homogéneo y coherente, como un personaje con voluntad y decisión propia. Por ello hay quien se atreve a decir que la sociedad civil quiere algo, decide algo, rechaza algo.
En la versión militante de Pueblo, la diversidad social se transforma en tropa. El vocabulario de la APPO es, por ello, abiertamente bélico, es decir, beligerantemente antidemocrático. Las palabras de sus voceros no dejan lugar a dudas. El pasado jueves la APPO emitió un plan de acción en donde llamaba al pueblo oaxaqueño a comportarse como ?pueblo disciplinado? y con ?capacidad de combate?. Una organización social se apropia así de la representación auténtica de todo el pueblo. Puede por ello ocupar una ciudad e imponer sus reglas. Limitar la libertad de tránsito, restringir el comercio y cualquier actividad económica. Puede castigar por sus métodos a los infractores y a quienes se apartan de su código.
Si se trata de la auténtica comuna de Oaxaca, ¿quién podría atreverse a cuestionar sus disposiciones? Este no es un movimiento de líderes sino del pueblo, dice el cacique de la APPO. Y hay quien le cree.
Orwell veía que la palabra democracia, como tantas otras del léxico político, estaba amenazada por la vacuidad. Todos la usan y nadie sabe bien a bien qué quiere decir. Algo podríamos tener en claro al percatarnos de su abuso contemporáneo. Su demos no puede ser expropiado por nadie: el pueblo democrático carece de voz y voluntad. Lejos de ser contingente militarizable, es un espacio plural de voluntades e intereses que jamás pueden ser concentradas en una dirección unívoca. Y su cratos no puede ser poder ilimitado, irresponsable, caprichoso, inapelable.
Ha de ser entidad capaz de dirigir la acción colectiva, pero nunca un poder sin restricciones.