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La Corte investigadora/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Aunque parezca monótono, siempre que abordemos la irresponsable e ilegal conducta del gobernador Mario Marín deberemos tener presente el asunto de fondo: Lydia Cacho descubrió y describió el poder que protege a redes de pornografía infantil.

Por eso se pretendió intimidarla, silenciarla y castigarla mediante una acusación penal que se convirtiera, además, en una agresión física en su contra. A todo eso se asoció el Ejecutivo poblano al obsequiar los absurdos apetitos de su amigo (al que ahora niega), Kamel Nacif. Ese extremo es uno de los aspectos que confieren mayor gravedad a su infracción a la Ley, pues fabricó un proceso contra una activista y periodista que lastimó los intereses de un su aliado.

Siempre fue poco verosímil que Nacif acudiera a la justicia penal para guardar su buen nombre. Hoy es por completo insostenible esa afirmación suya. De lo contrario, hace más de una semana que hubiera aparecido ante los medios para negar fehacientemente que hubiera solicitado a su “gober precioso” torcer la Ley para castigar a Lydia Cacho. Su silencio y su ocultamiento son elocuentísimos.

Esta vez no podrá decir, como en diciembre pasado, que hace falta equilibrio en la información en torno suyo y no necesitará acudir a ningún gobernador amigo para que le abra las puertas de un diario. Esta vez todos los medios ansían hablar con él, y él no aparece, no da la cara, ni siquiera para dolerse de que su gober preferido lo haya abandonado.

El propio gobernador se incrimina al parapetarse tras su increíble negativa a reconocer su voz en las grabaciones que permitieron la difusión pública de los pormenores de su negocio con Nacif. Ayer se puso a consideración de las dos Cámaras federales el pedido a la Suprema Corte de Justicia de la Nación para que indague la violación a las garantías individuales de Lydia Cacho.

Pero el gobernador mismo está en posibilidad formal de hacerlo directamente. El segundo párrafo del Artículo 97 constitucional establece cuatro llaves para este género excepcional de investigación a cargo de un órgano que dirime controversias e interpreta la Constitución, pero no cuenta con facultades pesquisidoras. Una es que la propia Corte “lo juzgue conveniente”. Otra es que “lo pidiere el Ejecutivo Federal”. La tercera es que lo haga “alguna de las Cámaras del Congreso de la Unión”. Y la cuarta es, precisamente, “el gobernador de algún estado”. Por su propia decisión, o porque se lo pidan esas tres instancias, la Corte “puede nombrar alguno o algunos de sus miembros, o algún juez de distrito o magistrado de circuito”, o “uno o varios comisionados especiales... únicamente para que averigüe... algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual”.

Las de Lydia Cacho quedaron vulneradas en más de un sentido, como lo prueban no las grabaciones si no se quiere tenerlas como piezas de convicción. Es un hecho que las autoridades omitieron las citas a la periodista en la etapa de averiguaciones previas. Es un hecho que el gobernador y la procuradora se solazaron en llamarla delincuente cuando ni siquiera se había dictado el auto de formal prisión.

Es un hecho que el gobernador impone sus decisiones en el Poder Judicial, como lo revela el hecho nada nimio de que su retrato orne el despacho de la jueza que pretendió procesar a Lydia Cacho, como si se tratara de una oficina administrativa, etcétera. Sería inútil que la periodista iniciara acciones penales contra el gobernador y sus funcionarias porque los hechos que la han afectado son “acontecimientos que debiendo ser afrontados y resueltos por las autoridades constituidas con estricto apego al principio de legalidad, maliciosamente no se logran superar por la actitud de la propia autoridad, produciéndose, en consecuencia, violaciones a los derechos fundamentales de los individuos”.

Puede sostenerse que la conducta del gobernador, la conocida por las grabaciones y la que ha desplegado al margen de ellas pero en consonancia con lo que allí se escucha implica una “violación grave de las garantías individuales... que se actualiza cuando la sociedad no se encuentra en seguridad material, social, política y jurídica”.

Esas expresiones figuraron en las conclusiones de la comisión de dos ministros que, en el único caso reciente de aplicación del Artículo 97, investigó el asesinato de 17 campesinos en el vado de Aguas Blancas, Guerreo, el 28 de junio de 1995. El gobernador Rubén Figueroa culpó a los campesinos de su propio infortunio y cuando surgieron evidencias de que la Policía atacó a mansalva, las autoridades trucaron un video para cargar la responsabilidad de su muerte sobre las víctimas. El cinco de julio la mayoría priista en la Comisión Permanente impidió tramitar juicio político contra el gobernador.

Se creó una fiscalía especial, cuyo segundo titular exoneró a Figueroa en febrero de 1996. Fue tan aberrante esa resolución, que el presidente Zedillo acudió a la Corte, al son del Artículo 97. Bastó con que fueran designados los ministros Humberto Román Palacios y Juventino Castro y Castro para que una semana después renunciara el gobernador Figueroa. En su dictamen los ministros dirían que el gobernador y sus colaboradores asumieron “una actitud de engaño, maquinación y ocultamiento de la verdad ante la gravedad de los acontecimientos... creando una versión artificial de éstos con la pretensión de hacer creer...que (los campesinos) audazmente atacaron al cuerpo de Policía motorizado...”.

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