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La elección de Irak

Jesús Silva-Herzog Márquez

El martes pasado parece haber sido una refutación contundente de aquella vieja sentencia de la política norteamericana que sostiene que ?toda la política es local?. En este caso, el ojo de los electores no estuvo en el supermercado ni en la escuela, sino en aquello que entra diariamente a sus casas a través de la televisión: el desastre de Irak. Los ciudadanos no votaron con su bolsillo, sino con los ojos. No les gusta lo que ven todos los días. La elección intermedia en los Estados Unidos fue, por encima de todo, un repudio a la aventura iraquí. Es cierto que también pesaron otras consideraciones para aplicar este castigo: un manejo irresponsable de la economía; una Presidencia empeñada en combatir la ciencia para colocar la Biblia por encima del experimento; una Administración marcada por la ineptitud y las pillerías. Entre todas esas manchas, Irak fue la mayor, la más visible, la más influyente: el principal resorte del voto. Hace dos años, Bush pudo reelegirse porque el respaldo a la guerra era todavía mayoritario. Ahora menos del 40 por ciento de los ciudadanos piensa que la atacar Irak fue una idea sensata; más del 60 por ciento está convencido que la Administración no tiene una estrategia razonable para ganar la guerra.

El resultado de la elección es un extraordinario cambio del mapa electoral. La coloratura del territorio norteamericano ha cambiado, pero no es claro aún si la nueva composición del Congreso es una transformación pasajera o el anuncio de una nueva era. Es demasiado pronto para saber si 2006 marcará el inicio de una flamante mayoría política en los Estados Unidos. Lo cierto es que las perspectivas del Gobierno de Bush han cambiado sustancialmente. Tras las elecciones de medio término, su Presidencia queda como una institución debilitada que será acosada por todos lados en los años que le quedan.

Más que un auténtico respaldo a la Oposición demócrata, el voto parece haber sido un castigo contundente.

Fueron los votantes independientes y los jóvenes los que inclinaron la balanza de la victoria electoral. El 57 por ciento de los votantes sin partido votó contra de Bush; el 63 por ciento de los jóvenes apoyó a los demócratas. En un tiempo en que se redefinen los puentes de comunicación entre políticos y ciudadanos, este respaldo, si bien precario, puede ser fundamental para futuras contiendas políticas.

La extrema derecha es, visiblemente, la más vapuleada. No solamente perdieron sus personajes más emblemáticos sino que fueron rechazadas sus iniciativas más queridas. El neoconservadurismo religioso que ha acunado a Bush parece estar tocado de muerte.

Curiosamente, el mayor efecto del terremoto de noviembre no parece estar directamente vinculado a la política exterior sino a la política interna. Después de todo, la tendencia de todo presidente con una base legislativa débil es concentrarse en la agenda internacional. La conducción de la diplomacia ?y su contrario, la guerra? es básicamente presidencial. Los demócratas podrán incomodar al presidente formando comisiones, bloqueando nombramientos o limitando fondos para la guerra, pero difícilmente podrán reencauzar la política de intervención. No habría que esperar un gran cambio en ese frente.

De cualquier modo, el presidente que ha enfatizado la polarización tendrá que buscar el entendimiento con los nuevos señores de la Legislatura.

Retóricamente, el presidente ha reaccionado correctamente. A unas horas de que se conociera el resultado dejó claro que entiende la elección como un llamado a la colaboración entre partidos. El reconocimiento no quedó en palabras.

El hombre que encarna la obcecación militar, el colaborador al que respaldaba enfáticamente unos días antes, fue cesado. Al haber despedido a su secretario de guerra, el presidente Bush reconoce que la derrota es suya. Habrá que ver, en el ámbito de la política nacional, si el gesto se convierte en un auténtico viraje. Francamente no es fácil imaginar la adaptación de Bush a las nuevas circunstancias. Bush no es Clinton. Si algo ha marcado su Presidencia ha sido precisamente su terquedad, su incapacidad para reconocer señales contrarias a sus deseos, su férrea inflexibilidad. De hecho, esa rigidez ideológica ha sido su prenda de orgullo: seguir siempre por el camino elegido y no dejarse amedrentar por las frustraciones, ni distraerse con la crítica. Curiosamente, la política de migración, ese símbolo del chantaje de los radicales en vísperas de la elección, puede convertirse en el lugar de encuentro entre la Administración Bush y los demócratas. Ése fue uno de los puntos que precisamente señaló el presidente como posible espacio de colaboración en los años que vienen.

Los demócratas se han convertido desde esta semana en un contrapoder extraordinariamente sólido. Tienen frente a sí a un presidente disminuido que puede ser un severo lastre en la futura elección y un involuntario promotor del cambio. Como sea, el camino de los demócratas para recuperar el poder no está despejado. Faltan dos años y necesitan construir un liderazgo nacional. El reto para los demócratas es complejo. Nada puede ser tan costoso para un actor político como la lectura equivocada de un éxito. Los votantes se alejaron de los protectores a los que hace unos años abrazaron bajo el influjo del miedo. Ahora repudiaron el discurso religioso y sectario del círculo íntimo de Bush. Castigaron la incompetencia y la deshonestidad del Gobierno Federal. Los demócratas se habrán beneficiado de todo ello pero no es claro que logren consolidar este avance dentro de dos años.

Paradójicamente, los demócratas deben resistir la tentación de paralizar la Presidencia de Bush. Si los demócratas son vistos como responsables de un boicot, lo pueden pagar caro.

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