“El Ejército francés se ha
batido con mucha bizarría;
su general se ha portado
con torpeza en el ataque”
Ignacio Zaragoza, en el
parte de la batalla
La verdad no sé por qué, pero la paisanada en el Otro Lado suele festejar con más bombos y platillos la Batalla de Puebla de 1862 que el Grito de Independencia de 1810. Siempre me ha latido que se debe a que, si los gringos les preguntan la causa de tanto agasajo, pueden contestarles que, ahí-nomás-pobremente, vencimos a un país europeo que en esos días se consideraba el mero “chipocludo”. Y eso hay que presumirlo. Después de todo, no abunda ese tipo de sucesos en nuestra historia patria… ni futbolística.
Y sí. El Ejército de Oriente derrotó a una fuerza invasora que era considerada la mejor equipada y preparada del mundo. Claro que la de Puebla de 1862 no fue una batalla decisiva: los gabachos (así les decían a los irreductibles galos entonces) perdieron 476 hombres, con 345 heridos y unos cuarenta prisioneros: algo así como un 14 por ciento de bajas. Una derrota sensible pero que no ponía fuera de combate a los franceses. Por su lado, los mexicanos tuvieron 83 muertos (quién sabe si la cifra incluya a Pedro Infante tocando el clarín con su último aliento) y 132 heridos.
Por supuesto, en la reseña suele dejarse de lado el pequeño detalle que, un año más tarde, los franceses entraron a la Ciudad de México, obligando al Gobierno republicano a retirarse cada vez más al norte. Sí, contrario a lo que mucha gente cree (y ello demuestra cómo se enseña historia en este país), la batalla de Puebla no fue el fin de la Intervención Francesa: fue el principio.
De hecho, los inicios fueron aún menos auspiciosos. Cuando las Armadas de Francia, Gran Bretaña y Francia llegaron a Veracruz en diciembre de 1861 a cobrarnos deudas a cañonazos, parecía que las desgracias nacionales no tenían fin. México acababa de salir de la peor guerra civil de su joven vida, la De Reforma o De Tres Años, que había dejado al país hecho añicos. Las guerrillas conservadoras le hacían la vida de cuadritos a Juárez, despachándose de paso a luminarias liberales como Melchor Ocampo (¡y eso que ningún mocho oyó su epístola al casarse!), Santos Degollado y Leandro Valle. Y para fruncir lo arrugado, el principal apoyo al que pudiera haber acudido Juárez (al que de hecho había apelado un par de años atrás… pero ésa es otra historia), Estados Unidos, estaba inmerso en su propia Guerra Civil, la De Secesión (1861-65). Así que los gringos no podían echar mano de la Doctrina Monroe ni de Marylin Monroe. Los franceses van a tener una ventana de oportunidad para intervenir impunemente en América. Y no saben cuánto durará abierta. Por eso se dieron prisa.
Cuando en la primavera de 1862 se vio claro el verdadero calibre de la amenaza (esto es, que los franceses no venían a cobrarse a lo chino, sino a quedarse con el país), las desgracias se siguieron acumulando. Contra toda lógica, Juárez se negó a darle el mando del Ejército al vencedor de Calpulalpan (y por tanto, de la Guerra de Reforma), el zacatecano Jesús González Ortega, al parecer por rencillas personales y viles celos del zapoteca. Por eso el Ejército de Oriente va a quedar en manos de un jovencísimo Ignacio Zaragoza. El cual contaba con detener a los franceses en varios puntos del camino entre Veracruz y México.
Pero el gozo se fue al pozo cuando el polvorín y arsenal de la División de Oaxaca, en San Andrés Chalchicomula, estalló completito (Ah, ¡esos veladores que fuman!), en el peor accidente explosivo de nuestra historia: más de mil muertos, muchos de ellos soldados. Así que Zaragoza se quedó con bastimentos limitados y sin buena parte de las reservas con que había contado. Por tanto, dio órdenes de que el general Arteaga y un tal Porfirio Díaz le cortaran el camino a los franceses en las Cumbres de Acultzingo. Ese punto fuerte se perdió el 27 de abril, una vez más por algo de mala suerte: no se pudo volar un puente por el que pasó la artillería gala. De que se requería una buena barrida, eso que ni qué.
Los franceses creían que todo iba a ser coser y cantar. En parte, porque se dejaron llevar por el entusiasmo de los conservadores mexicanos en Europa, que les dijeron que aquello iba a ser un día de campo. En parte, porque todo el mundo sabía lo mucho que Napoleón III creía en aquella empresa y nadie quería decepcionarlo. Y en parte, porque la historia estaba del lado de los franceses: el Ejército de Estados Unidos, con menos efectivos, había tomado la capital quince años antes. En 1847, Puebla había recibido con arcos del triunfo a las Fuerzas invasoras. A lo largo de cuarenta años de historia independiente, el Ejército mexicano había demostrado, una vez tras otra, estar mal equipado, peor entrenado y dirigido por oficiales brutos hasta la pared de enfrente, sólo buenos para decir frases célebres a la menor provocación. Sí, el pasado estaba de parte de los franceses.
Por ello su comandante militar Carlos Fernando Latrille, Conde de Lorencez, antes siquiera de tirar un balazo, le escribió a Napoleón III que con sus seis mil hombres ya era “dueño de México”; y por eso el delegado político, el ministro Dubois de Saligny, le dijo a Lorencez que Puebla “le recibiría con las flores de sus vírgenes y el incienso de sus levitas”. (En plena batalla, cuando las balas de cañón mexicanas le caían por todos lados, Lorencez tuvo el ácido humor de comentar: “Ésas son las flores del ministro”). Los franceses desbordaban confianza. Después de Acultzingo, nadie les salió al paso. El día cuatro de mayo llegaron frente a Puebla por el rumbo de Amozoc (donde nadie les armó un rosario, lo que resulta decepcionante). Quizá por soberbia; tal vez esperando que el “Gober Precioso” u otro despreciable espécimen poblano le fuera a llevar las llaves de la ciudad; quizá porque seguía pensando en las vírgenes prometidas por Saligny, el caso es que Lorencez no hizo su tarea. Y al día siguiente, como Zaragoza lo comentaría después, se condujo con gran torpeza.
Por el contrario, Ignacio Zaragoza hizo bien su trabajo. Este hombre seriezote-seriezote llamaba la atención por su austeridad y serenidad, sobre todo teniendo en cuenta su juventud (33 años) y su origen (texano-coahuilense). Zaragoza procedió a defender Puebla de acuerdo al librito: no anduvo inventando el hilo negro ni tomó posiciones audaces como era la marca de clase de Santa Anna. Simplemente hizo lo que tenía que hacer: sustentar la defensa de la plaza en dos fortalezas (los Fuertes de Loreto y Guadalupe) que desde sendos cerros podían anclarla. Entre ambas fortalezas dispuso una línea de irregulares (única decisión cuestionable… y es que no había de otra) pero que tenían la ventaja de tirar p’abajo. Guardó de reserva a la caballería para flanquear al enemigo si se dejaba. Una defensa de libro de texto.
En cambio, Lorencez cometió error tras error. Colocó su artillería con las patas, de manera que toda la batalla los cañones franceses (nuevecitos, superiores en puntería y alcance) estuvieron disparando hacia arriba y a una distancia en la que no hacían mucho daño. Luego mandó, una tras otra, cargas de infantería cuesta arriba, en un terreno lodoso y contra fortificaciones bien defendidas. Zaragoza no lo podía creer.
Cuando resultó evidente que aquella táctica había fracasado, Zaragoza ordenó el contraataque con los zacapoaxtlas, que como macheteros de Atenco se lanzaron a trocear zuavos. Para colmo empezó a granizar y Lorencez tuvo que dar la orden de retirada. Así fue como las armas nacionales se cubrieron de gloria (sí: con todo y todo, ni Zaragoza pudo sustraerse de asestarle al porvenir su propia frase célebre).
Lo más notable de toda la jornada es que Zaragoza realizó una hazaña que casi ningún otro militar (ni político, si a ésas vamos) mexicano había realizado en décadas: hizo lo que tenía que hacer. En vez de echar maromas estratégicas o ideológicas, dejó que privaran el sentido común, la sensatez y el buen juicio. Por el otro lado (excepcionalmente, tomando en cuenta nuestra historia), el comandante francés hizo exactamente lo contrario. Napoleón le escribió furioso a Lorencez: “Decid a mis soldados que estoy tan satisfecho de ellos, como descontento de vos”.
La lección le sirvió a Francia, que dedicó los siguientes diez meses a prepararse en serio, empezando por mandar nuevos comandantes, Aquiles Bazaine y Elías Federico Forey, mucho más competentes que Lorencez (o al menos ya sabían en qué lío se estaban metiendo). De manera tal que, a la siguiente primavera, en lugar de lanzar carga tras carga contra Puebla, optaron por sitiar la ciudad: eso se llama aprender de los errores ajenos. Tras 59 días de aguantar el bloqueo y hartos de estar bebiendo rompope y tragando camote (sobre todo esto último), el Ejército mexicano se rindió, con lo que se abrió el camino a la Ciudad de México. Para entonces Zaragoza había salido de la escena: murió en septiembre de 1862, apenas meses después de su mejor hora, víctima del tifus, enfermedad conservadora por excelencia… teniendo en cuenta la cantidad de liberales que mató (o quizá todos los rojos iban a los mismos puestos de tacos… con funestas consecuencias).
Total, que la gran lección del cinco de mayo es: se hizo lo que se tenía que hacer… que es lo que México no ha hecho a lo largo de su historia. Cuando se ha tenido que cambiar de modelo económico, romper el monolitismo político, introducir reformas estructurales, acabar con caciques de toda laya, modernizar México… no lo hemos hecho. Por eso estamos como estamos. Y al parecer seguimos en las mismas. Un país en el que hay amenaza de huelga general por defender a un gángster sindical impresentable, es un país que no ha aprendido nada de su historia llena de derrotas… y por eso la victoria de Zaragoza brilla con luz propia. Que nos sirva de lección.
Consejo no pedido para cubrirse de gloria (no para cubrir a la Gloria, ojo): Consígase la serie en comic “México, historia de un pueblo”, de Paco Ignacio Taibo II. Vea “Mexicanos al grito de guerra” (de Ismael Rodríguez y Álvaro Gálvez y Fuentes, 1943), una buena recreación de aquella época. Y escuche “La Batalla del Cinco de Mayo” con La Tropa Loca, una de las pocas incursiones musicales (y divertida, además) hechas acerca de la historia nacional. Provecho.
PD 1: ¿Alguien sabe la historia del rosario de Amozoc? Conozco un par de versiones, pero si alguien tiene pelos y señales, favor de proporcionarlos. Gracias.
PD 2: Se nos fue don Emilio…
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