Los precios de los diferentes bienes y servicios deben reflejar su costo de oportunidad, ya que sólo así se logra una eficiente utilización de los mismos. Esta es una de las enseñanzas básicas de la ciencia económica moderna. En cambio, cuando se alteran esos precios aplicando impuestos y subsidios diferenciales, controles de precios, o precios de garantía, se crean distorsiones severas en la asignación de recursos. Esto promueve, además, la aparición de grupos de interés deseosos de retener y acrecentar esos beneficios, por lo que dificultan, si no es que impiden, la eventual desaparición de los mismos.
El ofrecimiento político, muy de moda en las campañas electorales, de precios de luz, gas y gasolina artificialmente bajos puede parecer un método muy atractivo para ganar votos y ayudar a los pobres, pero a la postre es un medio ineficiente de lograrlo. El mantener el precio de un bien o servicio por debajo de su cotización de mercado beneficia a todos los que pueden pagarlo, sean ricos, clase media o pobres. En la práctica, son las clases más acomodadas las que obtienen el beneficio mayor por esta clase de subsidios.
El problema, sin embargo, no se limita al desperdicio de recursos públicos subsidiando el consumo de personas que no necesitan del apoyo gubernamental. Existen otros problemas que por lo general pasan desapercibidos para los mecenas con dinero ajeno. Los menores precios estimularían, sin duda, un mayor consumo, ejerciendo con ello presión sobre la capacidad instalada de producción, que muy pronto resultaría insuficiente para satisfacer la creciente demanda.
Veamos, por ejemplo el caso de la gasolina. Un menor precio aumentaría la cantidad demandada de gasolina en México, no sólo directamente mediante un mayor uso del automóvil, sino también a mediano y largo plazo al afectar las decisiones de compra de los consumidores, quienes ante menores precios perderían el incentivo para adquirir autos que sean más eficientes en el uso del combustible. El mayor uso del automóvil tendría, además, un efecto negativo sobre el medio ambiente, al incrementar los niveles de contaminación en las principales ciudades del país.
La decisión de reducir artificialmente el precio de la gasolina también tendría repercusiones por el lado de la oferta. La capacidad de refinación de Pemex es insuficiente para satisfacer la demanda interna de gasolina, por lo que los faltantes se tienen que importar. El aumento de la demanda de gasolina ante un precio menor requeriría, por lo menos por un buen lapso, de mayores importaciones, ya que no hay forma de aumentar en el corto plazo la producción nacional de combustibles para satisfacer su mayor demanda. Esta situación presionaría, además, los requerimientos de inversión para refinar el petróleo en el país, que en ese contexto serían superiores a los que existían antes de la disminución de precios de la gasolina.
Esta medida afecta, además, las decisiones de las empresas, que ante cotizaciones de la gasolina (o para el caso de cualquier otro energético o bien productivo) menores a las referencias internacionales, elegirían tecnologías y procesos productivos diferentes a los del resto del mundo, porque enfrentarían señales de precios distintas.
Eso sucedió, por ejemplo, con la industria automotriz estadounidense ante el primer choque petrolero a mediados de la década de los 70s. El gobierno de Estados Unidos decidió en ese entonces fijar el precio de la gasolina por debajo del precio de mercado, con resultados desastrosos. Las largas colas en las estaciones de servicio y el racionamiento del combustible fueron sólo parte del problema. Lo más grave fue que la industria automotriz continuó fabricando automóviles grandes, mientras que sus contrapartes en el resto del mundo se adaptaron rápidamente a la realidad de mayores precios ofreciendo autos de menores tamaños y más eficientes en el consumo de gasolina. La pérdida de mercado no se hizo esperar y persiste hasta el día de hoy.
Esta reseña sobre las consecuencias visibles y no visibles de precios artificialmente bajos de la gasolina se aplica también al gas, la electricidad y a cuanto bien o servicio que se venda por debajo de su precio de mercado debido a la interferencia gubernamental.
La ciencia económica enseña que es más eficiente ayudar a los pobres mediante la transferencia directa de recursos a las personas necesitadas, en vez de subsidiar sus compras manteniendo artificialmente bajo el precio de algún bien o servicio, ya que si bien esto beneficia en el corto plazo a todos los consumidores, distorsiona severamente los patrones de producción y consumo, así como hace una pésima asignación de recursos públicos que tienen usos alternativos más eficientes.
Las transferencias directas a las personas necesitadas deben diseñarse, sin embargo, de manera que se minimice el desincentivo que normalmente crean para no trabajar o seguir viviendo de la dádiva pública. Los programas universales en vez de aliviar la pobreza la perpetúan, ya que la gente aprende a vivir de los demás en vez del esfuerzo propio, lo que no sólo da lugar a una clase permanente de necesitados, sino que la vuelve intergeneracional. Nacen así poderosos grupos de interés cuya única tarea es obtener a través del proceso político lo que debieron haber logrado mediante su actividad privada.
Esperemos, por tanto, que el gobierno de Felipe Calderón utilice estándares muy rigorosos a la hora de evaluar las políticas públicas y los programas sociales, de manera que evite introducir distorsiones adicionales en la economía mediante la manipulación innecesaria de los precios, lo que siempre subordina los difusos intereses de los contribuyentes a los intereses más específicos de unos cuantos grupos políticamente ruidosos que se benefician del gasto público.