Como reacción natural, los derechos humanos han cobrado relevancia a paso y medida que se eliminan las fronteras económicas, se reducen las tasas de crecimiento mundial y se ahondan las disparidades del bienestar de las poblaciones entre y dentro de los países. Sin embargo, el perfeccionamiento gradual de los derechos humanos queda trunco ante los escollos para asegurar estándares mínimos de vida y seguridad social a los grupos mayoritarios de la población.
En más de un sentido, la pobreza crónica o la marginación hacen nugatorios los avances de la modernización política en México.
El primer grupo de fenómenos adversos proviene de la pérdida del impulso al crecimiento y el consecuente desvanecimiento de la capilaridad social como remedio a la secularmente inequitativa distribución del ingreso en nuestro país. De compararse el periodo 1950 y 1980, con el de 1980-2004, el ritmo de expansión del ingreso por habitante baja 85 por ciento.
Las cifras indicativas del bienestar nacional son preocupantes. La población por debajo de la línea de la pobreza es ligeramente menor a 40 por ciento (2002), los indigentes suman 13 por ciento. La participación de las familias más pobres (primer decil) en el ingreso asciende apenas a 1.3 por ciento, la de las familias más ricas (último decil) a 40.5 por ciento.
Los desequilibrios en el mercado de trabajo son mayúsculos. Entre 1998 y 2004 el empleo agrícola se redujo en 600 mil puestos de trabajo; el manufacturero (excluida la maquila) se estanca. La precarización de las condiciones laborales sigue en ascenso.
En ese lapso, los ocupados sin prestaciones abarcan a más de 60 por ciento de la fuerza de trabajo. Los trabajadores informales suman entre 30 por ciento y 50 por ciento de la población activa. Desde 1980, los salarios mínimos en términos reales han caído 70 por ciento y los contractuales por lo menos 25 por ciento; la participación de los trabajadores en el ingreso nacional se reduce de 41 por ciento (1980) a 30 por ciento (2003). Más de 60 por ciento de la fuerza de trabajo no está amparada por ninguno de los sistemas de seguridad social. Movidas por el hambre y la falta de oportunidades, alrededor de 400 mil personas por año cruzan ilegalmente la frontera norte del país.
En parte, el resquebrajamiento social proviene de la jerarquización y separación entre las políticas económicas, las sociales y las que atañen a la democracia. En la práctica, el juego político y los alcances de la política social quedan supeditados a satisfacer los llamados fundamentos económicos que esencialmente buscan la estabilización de precios y equilibrio entre gastos e ingresos públicos.
Por tanto, se asegura alguna circulación de las élites, pero se descuida la satisfacción de las demandas mayoritarias de la población. De su lado, la política social y el avance de los derechos humanos quedan presos en proyectos microsociales que si bien racionalizan el gasto público y focalizan la ayuda a los grupos más necesitados, carecen de los alcances necesarios al propósito de elevar el bienestar de toda la sociedad.
Al descuidarse el crecimiento y el equilibrio dinámico del mercado laboral, el papel de la política social resulta subordinado a paliar las consecuencias polarizadoras o excluyentes de las políticas económicas en boga.
En la ideología conservadora, el gasto social tiende a verse como fuente de distorsiones intervencionistas o populistas, como enemigo de la estabilidad de precios, de la inversión y de la eficiencia productiva. No suele aceptarse que la seguridad social no es contraria al desarrollo, ni el gasto social es un lujo. Cuesta reconocer que ambos desempeñan funciones importantísimas en legitimar a los gobiernos, ampliar los mercados internos, elevar la productividad, fortalecer la solidaridad ciudadana, como también que la pobreza y desigualdad son fenómenos antagónicos a la democracia.