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La reforma: opción de salida

Francisco Valdés Ugalde

El presidente Vicente Fox comenzó su sexenio haciendo a un lado su principal compromiso político: emprender una reforma del Estado. Bien podría cerrar su sexenio honrando ese compromiso y colocar en el centro este tema fundamental, origen profundo de la crisis actual, y ofrecerlo como palanca para salir de ella y dar rumbo al futuro inmediato. El cinco de febrero de 2001 en Palacio Nacional el presidente pronunció su discurso político más importante.

Un discurso que de haberse traducido en acción lo habría ?blindado? con el prestigio que protege a un verdadero estadista a la hora de las dificultades: la memoria de haber luchado por un principio a pesar de hacerlo sólo contra la ceguera, la incredulidad o la avaricia de propios y extraños. De haber sido así, en esta hora las cosas serían diferentes para él y para el país. En ese discurso afirmó que toda transición exitosa a la democracia reclama la fundación de una nueva institucionalidad política que encauce las energías desatadas que permanecían contenidas en los estrechos márgenes de la política autoritaria. Pero su Gobierno desechó el mandato; fue incapaz de llevar a efecto el diálogo y las medidas necesarias para dar sustento a este paso imprescindible de la consolidación democrática. Ante el ?atorón? resultante, el Gobierno prefirió vestirse con el manto de la Revolución Mexicana. Algunos intérpretes de la política en turno llegaron a proferir la lindura de que su propio partido, el PAN, era parte (sic) de la Revolución Mexicana.

Pero ni disfrazándose de adelitas consiguieron sacarle al PRI o al PRD algún acuerdo de reforma serio, ya no digamos una reforma del Estado, sino alguna de las ?estructurales?. Los contrincantes comprendieron de inmediato la conveniencia de ser opositores a rajatabla abrigando la ilusión de que si llegaban al poder podrían ocupar todo el espacio. Vana ilusión. Entre todos convirtieron la política en un pleito ratonero. La política y sus instituciones se desprestigiaron. A lo largo de un sexenio que inició con la gran expectativa de alcanzar una política superior, el desprestigio de esta actividad fue cayendo incrementalmente entre los ciudadanos, que equiparan a los políticos con las policías corruptas.

El resumen de Consulta Mitofsky de la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas (ENCUP) de la Secretaría de Gobernación reporta que sólo ?cuatro de cada diez mexicanos asocia el término ciudadano con tener derechos y obligaciones?, que ?seis de cada diez entrevistados confían poco en las demás personas?, que sólo ?cuatro de diez entrevistados piensa que el rumbo que sigue el país es el adecuado o adecuado en parte? y sólo ?cinco de cada diez mexicanos creen que la democracia mejorará o mejorará en parte en el futuro?. Como puede verse, el saldo de la cultura democrática no es halagador.

A pesar que las opiniones de ?cultura? que miden las encuestas son volátiles, las tendencias concuerdan con la realidad. La desconfianza en la política y las instituciones se ha transformado en una realidad que moviliza a sectores amplios de la sociedad. Recordemos a Maquiavelo: ?Gobernar consiste en hacer creer?. A muchos podrá parecer que esta es una afirmación cínica del secretario florentino, pero el problema verdadero de la política democrática es acercar las creencias a la realidad. Este principio, que puede parecernos obvio y elemental, fue negado por la política ejercida desde el Gobierno y desde la oposición. El conflicto post electoral refleja un grave divorcio entre los datos empíricos, las afirmaciones de las autoridades electorales, la percepción de muchos ciudadanos de que hubo fraude electoral y la acción de la coalición lopezobradorista basada en la traducción de esa percepción en un dudoso axioma.

La situación de cada actor parece haber llegado a un límite de confrontación irreversible. Todo indica que López Obrador ha desechado la posibilidad de aceptar la decisión que tome el Tribunal Electoral, a menos que sea la anulación de la elección.

Pese a todo, la salida de la crisis política es el punto prioritario de la agenda nacional. No obstante el agudo nivel de la confrontación, es difícil pensar que en política haya algo definitivo y terminante, como lo puede haber en otros campos de la actividad humana. La política está hecha de fortuna y voluntad, y por ser una de las herramientas que abren las cerraduras del futuro, es impredecible. Por esta razón la responsabilidad llama a los actores a cumplir con su deber fundamental: encontrar una salida de la crisis política evitando, primero, que se profundice y enseguida, que la política pueda adoptar un cauce creativo y productivo para consolidar la democracia.

Las raíces de la situación actual reclaman el reconocimiento conjunto de que la clase política no ha cumplido con su deber de encauzar la transformación del régimen político. Todos han insistido en la reforma pero nadie la ha emprendido. La emergencia la impone.

El presidente de la República sigue siendo el jefe del Estado. Aún puede usar su autoridad constitucional para convocar al acatamiento de la legalidad y simultáneamente, a un acuerdo de los poderes y la Federación para asumir la reforma pendiente perentoriamente y con un programa que contenga los elementos más importantes. Esta alternativa es mejor que la que algunos acarician: nulidad e interinato. Es ilusorio creer que un presidente adquiriría el carácter representativo del Congreso que tendría un primer ministro bajo circunstancias completamente distintas. Si el presidente constitucional ha sido vapuleado casi seis años, un interino difícilmente podría alcanzar estatura superior a la de un pelele. La política es el arte de lo posible, pero lo posible no se consigue sin la concentración de la voluntad de poder.

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